Jueves 29/06
No solo por el suelo duro no dormí muy bien.
Cada tanto me sobresaltaba soñando con una multitud de hormigas ingresando a mi
carpa y yo no pudiendo salir, los cierres trabados, mis gritos en la noche no
eran escuchados y finalmente terminaba en osamenta dentro de la choza. Luego
así me encontraban, con las falanges aferradas a los cierres.
Por fortuna no apareció ni una.
Ordené mi morada un poco, ya que en cada
entrada y salida de la misma misteriosamente todo se mezclaba y se desordenaba.
En ese caos buscar una media podía tomar un cuarto de hora. Finalizado el
trabajo, me asomé y ya estaban en pie como siempre Osvaldo y Walter. Me fui con
mi termo y mi adminiculo para calentar agua. Les preparé mate a los dos. Guille
saludó con un buen día y dispusimos los dulces, los cereales, las galletitas,
el café, la leche, en fin, preparamos un desayuno digno de reyes. Comprobamos
con una rápida inspección que Poí había hecho de las suyas a la noche, había
hurgueteado entre las provisiones del carrito y se había robado dos naranjas,
que dejó tiradas por el piso, obviamente que no eran apetecibles para el
zorrito. También veíamos las huellas de sus patitas en toda la mesa donde
comíamos. Con Martín y Michelle se completó el plantel para el desayuno.
Elevamos la vista y miramos al cielo: todo cubierto de nubes. Podía estar
preparándose para llover, casi nada de viento, pero por ahora aguantaba.
Abordamos los vehículos y nos fuimos al
estero Catalina a recorrer los pastizales y el palmar. Dejamos los autos en la
entrada del montecito de los mirikinás. Guille y Osvaldo decidieron recorrer a
pie el camino vehicular, que estaba cerrado por estar intransitable por el barro.
Nos generó dudas si era ese el verdadero motivo para que lo hayan cerrado, ya
que todo lo que veíamos estaba seco. Ese camino se internaba en el palmar,
recorría una distancia de 11 km hasta llegar al Rio Pilcomayo, que según decían
estaba muy bajo y era posible cruzarlo a pie, llegando al Paraguay.
Ingresamos al montecito, vimos para nuestra
sorpresa por segunda vez a los monitos miriquiná. Nos quedamos un buen tiempo
junto a ellos, nada más conmovedor que compartir esa arboleda. Nos miraban con
atención pero lo más encantador era que parecía gustarles que estemos allí. De
alguna forma creo yo que para ellos éramos compañía, que no se sentían
amenazados, que confiaban en que no los dañaríamos y de alguna forma nos
sentían hermanos de su especie. Por supuesto que se mantenían a distancia
segura pero se notaba curiosidad más que temor en su mirada.
Después de estar con los monitos me fui al
mirador que está al lado del estero Catalina. Desde allí se podía ver el
círculo inmenso de palmeras que rodeaba la zona baja del estero, lo que
demostraba bien claro que donde el terreno era anegadizo no crecían las
palmeras y si la vegetación acuática. El terreno más elevado lo colonizaba el
palmar.
Al detener la mirada en cada palmera veíamos
que su corteza estaba negra hasta el metro y medio de altura. Esto nos revelaba
una historia. El fuego consumía frecuentemente el pastizal, el que a cabo de un
tiempo se regeneraba. Sin embargo, la estructura del tallo de la palmera era
resistente al fuego, por lo tanto solo se quemaba la parte externa quedando la
palmera inmune al fuego. De tal forma ese paisaje se mantiene igual por
milenios, el fuego controlaba el pastizal para que no crezca mucho y las
palmeras puedan así mantenerse libres del mismo.
Estando parado ahí, en medio del palmar,
escuchaba el martilleo de los carpinteros. Vi a lo lejos un planeador, que al principio
lo imaginé un guaicurú pero su vuelo era indudablemente del gavilán.
Regresé casi al mediodía hasta la entrada del
montecito a cebar mate. Volvieron de su exploración Guille y Osval quienes
dijeron que el camino estaba en perfectas condiciones. ¿Por qué lo habían
cerrado entonces? Arriesgamos varias hipótesis. Yo pienso que el problema era
el peligro que representaban los cazadores furtivos que cruzaban el Pilcomayo y
buscaban presas en el PN. Nos dijeron que es frecuente escuchar disparos, sobre
todo por la noche. No encontraba otra razón para vedar el paso de un camino de
11 km por el interior del parque. De todas formas la que yo sugería era una
razón válida, pues en esa zona de frontera el riesgo de los cazadores es real.
Al poco rato una parte del grupo avistó una
pareja de monos carayá. El macho parecía tener el pelo colorado. Surgió la duda
de si era el mono colorado, cuyo hábitat está en el sur de Brasil. Quedó para
después la confirmación este avistaje.
Mientras regresábamos al camping en el auto,
con Martín y Michelle nos preguntábamos que haríamos al día siguiente que, ya
que el viaje a Los Picazos se había cancelado por el estado de los caminos.
Como se había propuesto ir hacia el PN El Palmar, nos dijimos que el Parque
Nacional Pilcomayo donde estábamos era un lugar que merecía ser recorrido un
día más, y era mucho mejor que el PN El Palmar, por lo que la idea que teníamos
nosotros era quedarnos allí todo el viernes. Se lo plantearíamos al grupo a ver
que se decidía.
Regresamos al camping al mediodía. Me di el
segundo baño reconfortante. Almorzamos fideos con salsa, luego me puse a lavar
un poco de ropa. El día anterior había hecho lo propio, pero noté que casi nada
se secaba allí. Decidí entonces no usar el tendedero que estaba a la sombra y esparcí
la ropa sobre la mesada de las piletas, donde el sol que a esa hora del
mediodía asomaba podría hacer algo por secarlas.
Me dispuse luego a reintentar emparchar de mi
colchón. Había traído entre mis cosas unos pedazos pequeños de un viejo colchón
inflable de otros tiempos, que suelen servir de parches. Lo que necesitaba era
pegamento, el que yo tenía estaba seco ¿ quién podía ayudarme? Guille. Acudo a
él y por supuesto tenía tres tipos de pegamento. Usé el Poxirán que me parecía
el más indicado. Pegué el parche en el colchón, le puse una piedra como peso y
a esperar que no falle. De este recurso dependía tener o no una noche
placentera.
Cuando volví para dejarle el pegamento a
Guille, lo encontré trabajando en el motor de la camioneta, pude ver como este
conocedor de mil cosas ajustaba la correa del motor que chirriaba fuerte cuando
le daba arranque. En un santiamén hizo desaparecer ese ruido. Me sorprendió la
cantidad de llaves que tenía en una carterita.
Para esa noche estaba con ganas de cenar algo
más cumplidor, pensé en hacer algo a la parrilla. Un par de pollos sería lo
ideal. Volví a lavar algo de ropa que me quedaba y al terminar ví que Guille
había instalado su reposera apuntando al monte, prismático en mano, dispuesto a
observar según decía lo que por allí pasara. Por allí también estaban los
muchachos siguiendo a esa hora a la lagartija chaqueña.
Serían las cuatro pasadas cuando le digo a
Martín que me iba para el pueblo a comprar unos pollos. Se ofreció a
acompañarme y salimos. Vi que Guille hablaba con el guardaparque Manuel, quien
me recomendó un lugar donde comprar. Guille me dijo que estaba tratando de
comunicarse con el PN El Palmar, pero era imposible.
Partimos con Martín hacia el pueblo de Laguna
Blanca en busca de la comida para la noche. Esta pequeña ciudad queda a 5 km
del destacamento Poí. Es un pueblo con aires de pequeña ciudad provinciana. Sus
calles son mayormente de tierra, pero posee sus principales pavimentadas y un
centro bancario y comercial bien desarrollado. Por sus calles pululan cientos
de pequeñas motos de baja cilindrada. Este es el vehículo elegido por la gente
para movilizarse, ya que se nota que el transporte público si bien existe, es
muy exiguo en los servicios. Paramos en el lugar indicado por Manuel, era un
pequeño supermercado. Compramos papa y huevos que me pidió Guille y en el
sector carnicería pedí dos pollos. El hombre que atendía me trajo dos piedras
con patas. Eran dos pollos ultracongelados. Le pregunté si tenía frescos y me
dijo que no. Yo miré la hora y eran casi las cinco. Pensaba ponerlos en la
parrilla en un par de horas, no iba a ser fácil descongelarlos tan rápido. Le
agradecí y salimos a buscar pollos frescos por otro lado El polvo amarillento
de la tierra formoseña se acumulaba en cada rincón de la ciudad, a esa hora se
movía todo el mundo, los chicos salían del colegio, la gente habría los
comercios y nosotros buscábamos alguna carnicería. Las que encontrábamos eran
siniestras, oscuras, en casas viejas. No nos daba confianza entrar, hasta que
dimos con una que nos pareció la mejor. Entramos y el hombre no vendía pollos,
pero nos mandó a un lugar que vendía únicamente productos de granja, pero para
llegar allí tuvimos que cruzar todo el pueblo, atravesando el centrito. Al
llegar encontramos los pollos, no estaban frescos pero tampoco del todo
congelados, ya habían sido sacados de freezer hacía algunas horas. Nos
sorprendió lo barato que eran, es más, toda la comida que compramos en el
pueblo era de muy bajo valor comparado con el que pagamos en casa.
Volvimos al destacamento con nuestra preciada
carga. Embolsé los pollos y los dejé adentro del vestuario, a salvo de las
manos y dientes rápidos de los habitantes del monte.
Salimos con Martín en una última recorrida
por el estero Catalina. Hicimos a pie una gran parte.
Con la llegada de la noche todos volvimos al
camping. Juntamos leña con Martín y asamos los pollos. Luego Guille preparó la
ensalada de papa y huevo. Cenamos opíparamente y de nuevo nos visitó Poí.
También apareció un perro atraído por el olor a carne. Pero el zorro lo alejó
con gruñidos feroces. El perro desistió y se alejó a pesar de que doblaba en
tamaño al zorro. Como premio, Poí dio cuenta de las sobras de esa noche.
Le comentamos al grupo que preferíamos
quedarnos allí, en PN Pilcomayo, el día de mañana antes que ir a El Palmar, ya
que estábamos a gusto en un lugar tan lindo y sin gente. Que tal vez Entre Rios
fuera un loquero, además allá en cualquier momento podríamos ir, pero aquí no
sabíamos si volveríamos. Proponemos partir el sábado temprano. Osvaldo dijo que
era demasiado manejar 16 horas, dijo que se puede hacer, pero nos dejó pensando
si sería seguro.
Al término de la cena salimos a hacer la
última recorrida esa noche, en busca del aguará. Pero este cánido no se mostró
y para nuestra frustración, no lo veríamos en el resto del viaje. Volvimos un
tanto descorazonados y fuimos a descansar.
El parche aguantó bien y dormí
plácidamente…hasta las tres de la madrugada. A esa hora me despabiló un gran
escándalo en el camping. Oí pisoteadas y resoplidos casi al lado de mi
cabeza, sentí un hocico respirar furiosamente, seguramente olfateándome a mí
mismo a través de la tela de la carpa. Animales de gran porte y en un gran
número rodeaban las carpas y recorrían todo. Una manada de pecaríes,
probablemente de collar, inspeccionó el lugar con un batifondo terrible. Martín
quiso asomarse a verlos y huyeron despavoridos. Giré mi cabeza y caí de nuevo
en un sueño profundo, feliz de estar allí, mientras eché mi última mirada a un
cielo cargado de nubes.
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