sábado, 19 de agosto de 2017

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 5

Miércoles 28/06.
Fue un despertar y ponerse las botas para aprovechar el amanecer que veíamos filtrarse por entre las hileras de árboles y palmeras. Hicimos una velocísima mateada con galletas y dulce antes de salir. El lugar era muy amplio, muy verde, aunque se vestía por el momento de azul por la luz de la mañana. Un perro ladraba y ladraba, era a nosotros que estábamos en ajetreados preparativos. Lo busqué y lo encontré atado al escarabajo rojo, el auto que estaba estacionado a pocos metros con la carpa sobre el techo. Me llamó la atención ver que ese vehículo tenía un mapa de América grabado en el capot, como si fuera ese VW un viajero del continente.
Botas calzadas y salimos a la pasarela de la Laguna Blanca. Entramos al estero y a través de las enormes hojas que nos rodeaban y nos tapaban, tan altas eran, veía los tonos azul-rosado de ese amanecer y me maravillé como siempre, ya que cada amanecer llena el interior de esperanza, de vida nueva. Me esfuerzo siempre para que ese momento no sea tan fugaz, allí está la existencia, lo real, aquello que nos supera y nos contiene, un nuevo amanecer, un nuevo día en la vida.



La actividad era febril, muchas corbatitas, angús, boyeros, ictéridos de todo tipo, rállidos que se movían por doquier.
Estaba encantado con ese estero, pero sabiendo que la laguna estaba al final de esa muy bien armada pasarela me adelanté al grupo para ver el amanecer allí, antes de que el sol se eleve demasiado. Caminé a buen paso para llegar al espejo de agua y me sorprendió la aparición de un individuo que venía en sentido contrario, cámara fotográfica en mano. ¿Era posible que hubiera un visitante allí, en un lugar tan apartado, tan temprano? ¿De dónde había salido? Al cruzarme con él lo saludé con un amable buen día, como es común hacerlo cuando uno cruza a alguien en estos solitarios lugares. Aguardaba ese cordial saludo de respuesta pero a cambio de eso encontré una mirada esquiva y un silencio. Sólo en el último momento casi al pasar por mi lado hizo un gesto con la cabeza, más porque no le sacaba la vista de encima que por amabilidad. Era un hombre joven, de barba colorada, con los brazos tatuados. Tal falta de cordialidad me contrarió. Noté alguna molestia en su mirada. Pensé que tal vez le enfadaba encontrarme a mí en este paradisíaco lugar, con el amanecer de ensueño, digno del país de las maravillas, donde él se sentía el único privilegiado en disfrutarlo y yo me aparecía de golpe.
Decidí olvidarlo pronto y seguir mi camino. Llegué por fin a la laguna y me quedé inmóvil contemplando la luminosidad dorada que se elevaba por el oriente. El color oro lo teñía todo, el agua, los lejanos palmares, las nubes. Los rayos se filtraban entre los resquicios de las alturas dando más sensación de poder al sol que iluminaba. Bajé luego la vista y me concentré en el agua. Tenía un movimiento constante en sucesivas ondas provocadas por el viento. Me fui debajo de una “pagoda” de madera, muy bonita que semejaba a una confortable cabaña junto al agua. Me senté en el borde y dejé que mi vista descansara sobre el movimiento del agua. Haciendo eso por un par de minutos, relajando el cuerpo y vaciando la mente, se logra la sensación de movimiento. Viví ese instante como si viajara a través de la laguna, tan clara como el cristal, tan serena donde hasta el tiempo parecía no transcurrir. Luego de ese necesario relax, que duró varios minutos levanté mi vista y comprobé que el momento dorado había pasado. Ahora ese tiempo volvía a ser azul, el cielo se mostraba cada vez más atrevido entre las pocas nubes que ya quedaban. Las aves se movían cada vez más, un yacaré a lo lejos avanzaba despacio. Llegaron en breve mis amigos. Me convidaron una manzana como para reforzar el desayuno. Estuvimos todos un largo rato frente a la laguna, contemplando agua y vida.





Cuando se acercó el mediodía regresamos adonde habíamos armado, así nomás, las carpas. Ahí me di cuenta quien era el maleducado. Era el dueño del escarabajo rojo, quien viajaba con su mujer y el perrito. Los muchachos comentaban que también lo habían cruzado, pero a ellos ni siquiera les dirigió la mirada, ¿Porqué esa conducta? ¿Sería con todos así, o es que lo habíamos molestado a la noche cuando llegamos? Sea ese el motivo no justifica ser descortés. Evoqué entonces a nuestro solitario acompañante en el chaco, el médico jubilado. ¡Cuánto contraste!. Era ese un tipo ermitaño que sin embargo buscaba nuestra compañía armando su carpa a nuestro lado y nos saludaba cortésmente ¿Cuantos desencuentros lo llevarían a recorrer solo y a ser tan amable? En contraposición el barbado caracúlico que viajaba acompañado despreciando nuestra presencia ¿cuántos desencuentros lo llevarían a tener esa actitud tan despreciable? Vimos finalmente que él, al igual que nosotros estaba levantando sus cosas, se marchaba del lugar, pero no imaginaba que nos volvería a ver pronto.
Volvimos a recorrer el camino por el que ayer anduvimos y llegamos al destacamento Estero Poí. A esa hora, casi el mediodía, la barrera estaba levantada. Nos adentrábamos en un ambiente muy diferente: grandes planicies cubiertas de pastizal y salpicadas por doquier por palmeras caranday. Ya desde este momento y entusiasmados por el logo de este Parque Nacional Pilcomayo, empezábamos a aguzar la vista en busca del aguara guazú. Cuando arribamos al centro de visitantes, nos recibió con gran cordialidad uno de los guardaparques del lugar, a diferencia de nuestra recepción anterior en el PN Chaco.
Aquí el sector camping era más pequeño y tal vez por eso menos vistoso que el del Chaco. Pero tenía un atributo que lo balanceaba a su favor, había, ahora sí, agua caliente.
Mientras bajábamos nuestros bártulos ¿a que no saben quién llegaba para acampar allí? Acertaron, el caracúlico. Como el lugar era pequeño se dio cuenta de que nos tendría que bancar sin remedio y como no podría ser de otro modo, hizo un derrape con su escarabajo, dio la vuelta sin detenerse y se marchó quien sabe dónde. Fue una suerte no tenerlo a menos de cien kilómetros a la redonda.
Procedí entonces al estudio del terreno. Para elegir el lugar donde hacer la carpa evalué los siguientes tópicos. Primero que tuviera sombra. Había bastante no era ese un problema. Luego la elección de la elevación del terreno: había que evitar hacerlo en una depresión por lo tanto elegí una pequeña loma que me pareció suficiente para evitar un anegamiento si llovía mucho.
Les cuento un detalle al que debía yo prestar especial atención: el clima. Había leído que los días de lluvia el camino de acceso por el que entramos se tornaba intransitable. Incluso un cartel en el acceso advertía esto a los conductores: “si llueve fuerte ¡regresad!” Era cuestión entonces de esperar y confiar en que el clima se mantendría sin precipitaciones. Por último, debía ver si el terreno era liso, sin salientes ni imperfecciones, en eso fallé como ya verán.
Terminado el estudio del terreno armé mi iglú, a pocos pasos estaba la de Martín, más profundo en el follaje la de Walter y más cerca del fogón la restante.
Ya estábamos instalados. La temperatura de ese mediodía era cálida pero agradable. Pero como siempre yo me acaloro bastante en el armado de la carpa, tomé mi toalla y jabón y me di una ducha refrescante.
Cuando volví estaba preparado el almuerzo. Para mi desazón mis compañeros habían decidido almorzar solo frutas, ya que había cantidad de sobra de estas, y con el paso de los días estaban al límite, se las debía comer ahora o tirarlas al otro día. Como mi apetito estaba en altos niveles, mi estómago se insubordinó ante la vista del frugal almuerzo. Recordé entonces que todavía me quedaba una lata grande de sardinas en mi bolso y había pan y tomate. Me comí dos sándwiches con esos elementos y fue reparador. Ofrecí prepararle un bocado a alguien que quisiera pero todos negaron el ofrecimiento.
Terminado el almuerzo, limpiamos los utensilios y nos pusimos a contemplar el sitio. La tarde era muy calma, el sol en lo alto iluminaba todo aclarando con su fulgor la tierra casi blanca de ese lugar. Los insectos pululaban todo el tiempo. Las abejas formaban enjambres enormes ante un resto de fruta que quedó inadvertido sobre la mesa. Algunos compañeros salieron a esa hora a recorrer un sendero. Yo preferí recuperar un poco de sueño y me fui a descansar a la frescura de mi choza, bajo la sombra.
Fue una hora de siesta tranquila hasta que, seguramente por darme vuelta muy rápido, el colchón inflable se comenzó a desinflar velozmente, hasta despertarme completamente sobre el suelo de la carpa. Levanté el colchón que ahora solo era una capa delgada de goma, y ví que una diminuta pero filosa espina había atravesado el material aislante de la carpa y había hecho un agujero pequeño en mi colchón. Mala inspección del terreno, me dije. Tuve que buscar un parche. Osvaldo me ofreció uno autoadhesivo que venía junto con su colchón. Le agradecí y fui a probarlo, lo pegué en el agujero y volví a inflar el colchón después de media hora. A la noche se vería si el parche aguantaba.
Caía la tarde y nos fuimos a una salida crepuscular. Al lado del centro de visitantes, las charatas caminaban en grupos de varios individuos. Atravesamos el primero de los esteros, que es el Catalina y luego seguimos por el camino. Ya con las últimas luces llegábamos a un monte que lo habían bautizado como mirikiná. Allí es donde, si teníamos suerte, se verían los monitos mirikiná o monos de noche. Empezamos a caminar y a los pocos minutos los vemos, bien en lo alto. Era un conjunto de seis o siete individuos. Estos hermosos y tranquilos primates nos contemplaban desde las ramas, con los ojos enormes fijos en nosotros, seguro sorprendidos nuestra presencia allí. Éramos un verdadero espectáculo para ellos. Estuvimos un largo momento, compartiendo el monte los dos grupos, los mirikiná y nosotros, conociéndonos, escrutándonos, ellos se dejaron reconocer y nosotros éramos inspeccionados por ellos también. Luego de un buen tiempo, los monitos siguieron su camino. Al fin de cuentas debían continuar la búsqueda de su comida. 




Ya no quedaba luz, nos fuimos en la más completa oscuridad a recorrer el monte y llegamos hasta el mirador. La visión de cientos de palmeras moviéndose suavemente entre el firmamento estrellado, iluminado por esa suave luz espectral, es de esas sensaciones trascendentales, uno sólo agradece a la vida estar allí, en ese silencio, en esa soledad, en esa paz. Es cuando resurge esa inquietud tan conocida, que busca respuesta y pocas veces la encuentra, pero a la que nos acercamos en momentos como estos: es nada menos que saber cual es el verdadero propósito de la vida.
Volvimos luego lentamente. Iluminamos el camino en busca de alguna señal del aguará guazú, pero no lo encontramos. 
Llegamos al camping y Guille se fue a preparar la comida. Martín y yo nos quedamos para darle una mano. El resto se fue al camino de entrada a seguir la búsqueda del aguará.
Comenzamos por juntar algo de leña para hacer el fuego. Fuera de la zona de luz que proyectaba la única bombita que quedaba y que estaba en la zona del fogón, era imposible ver nada. Por tal motivo le dije a Guille que ya volvía, que iba hasta mi carpa a buscar la linterna. Busqué mi iglú en la oscuridad y me acerqué a tientas buscando con mi mano el cierre del mosquitero, lo encontré y lo abrí para buscar el bolso. Introduje la mano en él y tomé la linterna.
Fue entonces cuando sentí en mis piernas las picaduras.
Primero una, luego casi al mismo tiempo la otra, de golpe docenas de ellas y patitas subiendo por mis piernas. Con la linterna iluminé el piso y lo que vi me espantó. Estaba parado sobre un torbellino de hormigas que se movía a increíble velocidad, integrado por incalculable cantidad de ellas y estaban todas bajo mi carpa, parecía que brotaban bajo ella. A cualquier cosa que encontraban en su camino se subían. Y yo estaba sobre ellas. De un salto eché a correr, sentía sus agujas por todo el cuerpo, mientras corría sentía como subían, iban tan rápido que alguna ya estaba mordiéndome en mi axila izquierda. No pensé en otra cosa que en sacarme violentamente todas mis ropas. Y eso me dispuse a hacer, pero no podía desnudarme en el suelo del monte porque en la completa oscuridad no podía ver donde terminaba el torbellino, además de las recordadas espinas que atravesaban carpas. Necesitaba buena luz y un suelo liso. El vestuario era el único lugar salvador. Llegué con lo justo allí y no me alcanzaban las manos para quitarme todo. A medida que lo iba haciendo las hormigas volaban por todas partes. Luego de estar sin ropas pude ver a las más resistentes aferradas a mi piel, tuve que quitarlas una por una hasta quedar liberado de ellas. Las baldosas del vestuario se llenaron de las hormigas que me saqué de encima, y ahora pululaban por todo el suelo en busca de una nueva víctima. Sacudí mis ropas, me calcé y me vestí de nuevo, por suerte ya aliviado. Afortunadamente esas mordeduras no dejaban aguijones ni molestias posteriores.
Volví repuesto a ver con detenimiento hasta donde llegaba esa marabunta y sobre todo a advertir a mis compañeros, ya que sospechaba que todo el sector estaría atacado por ese diminuto ejército. Iluminando con mi linterna más potente llegué a mi iglú y ví que el demoníaco torbellino formaba un círculo de unos tres o cuatro metros de diámetro aproximadamente y parecían desplazarse, aunque todavía el epicentro de esa espiral parecía situarse bajo mi choza. Una terrible duda vino a mi mente ¿esa elevación sobre la que armé la carpa, sería un gigantesco hormiguero y a la noche saldrían sus ocupantes a vengarse del atrevido que se posó sobre su hogar? Me acerqué zapateando hasta mi toldo y vi que una gran araña estaba tratando desesperada de ingresar adentro con el fin de refugiarse de las hormigas  ( por suerte la carpita estaba bien cerrada). Curiosamente estas no se subían a la tela de la carpa. Tal vez el material no fuera reconocido por ellas. Yo las observaba mientras bailaba el malambo, dejar los pies un segundo en tierra era permitir que se subieran a mi cuerpo nuevamente.
Pero estaba allí porque tenía que desplazar mi choza, ante la duda de saber si abajo estaba el hormiguero. Aflojé las estacas y arrastrándola la llevé a un lugar sin hormigas. A los pocos minutos observamos con Martín que la colonia se dirigía hacia su carpa. De nuevo bailando el malambo desplazamos la carpa de Martín lejos de ellas.
Pronto nos dimos cuenta de que esa marabunta se desplazaba, muy lentamente, por todo el monte. Era una colonia de hormigas errante, que vagaban por todo el territorio en busca de presas en el camino. Por donde pasaba ese círculo devastador huían grillos, sapitos, arañas y otros. La actividad de esa turbonada duró un par de horas. Recorrió todo el sector por donde estábamos y se internó en el monte. Ni esa noche, ni la siguiente volvieron a aparecer.
Recuperada la tranquilidad en el campamento, el resto del grupo regresó sin suerte con el aguará, ajenos totalmente a la batalla que libramos con ese ejército superorganizado.
Guille terminó de preparar el arroz que estaba exquisito. Lástima que no pude ayudarlo para nada porque estaba bailando como un mono para sacarme las pequeñitas de encima.

Durante la cena conocimos a Poí, que era el nombre que le puse a un zorrito que apareció y que se quedó en buen rato acompañándonos para ver si obtenía algún bocado. También nos visitó un caburé, que aprovechó para cazar algún insecto que se acercaba a la luz de la lámpara que nos iluminaba. A lo lejos se escuchaba el canto de los alicucú. Final de la cena y a dormir. Llegué a mi carpa iluminando cada metro del suelo, por si las devoradoras habían regresado. Luego me introduje en la carpa lentamente alumbrando todo por si algo habitaba adentro. Todo estaba bien. Me dispuse a tener un sueño reparador en la tranquila noche. Pero no pudo ser del todo. A mitad de la noche mi colchón se desinfló y terminé durmiendo en el duro suelo, que era duro como una roca. El parche no había aguantado. 

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