Domingo 25/06
Las seis y treinta era la hora prevista para
el comienzo del primer día en el parque. Todo estaba en oscuridad. Hicimos un
poco de remoloneo y arriba. A las siete estábamos en pie preparando nuestro primer desayuno chaqueño.
Con los primeros rayos atravesando los
árboles escuchamos el griterío de las charatas, quienes replicaban su llamado
por todo el lugar. Era el más rústico de los despertadores, pues esos potentes
sonidos podían despabilar a un lirón. Con el llegar del día aparecían los
primeros visitantes: la urraca común y la morada, y luego el formidable
trepador gigante.
Más arriba parloteaban las bandadas de loro hablador. Todos nada tímidos para hacer bullicio. Es imposible imaginar mejor entorno para una mateada temprana, rodeados de aves que se iban acercando, algunas más próximas, otras en las alturas.
Más arriba parloteaban las bandadas de loro hablador. Todos nada tímidos para hacer bullicio. Es imposible imaginar mejor entorno para una mateada temprana, rodeados de aves que se iban acercando, algunas más próximas, otras en las alturas.
Regodeados estábamos con tanta contemplación
cuando una de las chicas nos informa que no había agua en los sanitarios. Voy a
verificar. No salía ni una sola gota.
Al mismo tiempo que tomamos noticia de este
inconveniente recordamos que era domingo. Comenzaron a llegar autos al parque.
Arribaba un contingente de muchachos quienes coparon nuestro plácido y
tranquilo camping. Eran lugareños que vinieron a pasar el día, aprovechando la
jornada de sol. De un instante a otro nuestro bucólico lugar se transformó en
la plaza de cualquier ciudad. Decidimos por
lo tanto marcharnos de allí para recorrer el primer sendero del parque.
Elegimos empezar por el sendero negro, camino donde un puente colgante
atraviesa el arroyo.
A medida que el día avanzaba, los mosquitos
empezaban a multiplicarse por miles. Cruzamos el angosto puente y encaramos por
un camino que es el sendero peatonal del Rio Negro. Nos mandamos bien al fondo
por ese monte de quebracho colorado chaqueño. Caminamos por esa selva, tomando conciencia
de que esos bosques alguna vez cubrieron una vasta región que abarcaba la
provincia de Santa Fe y la provincia del Chaco, llegando hasta el noroeste del
territorio correntino. Hoy, solo este pequeño manchón de área protegida
conserva estas comunidades.
Cuando regresamos a mediodía al sector de las
carpas le dijimos adiós al paisaje, adiós a la feliz tranquilidad que nos
envolvía, todo había cambiado. Los lugareños estaban escuchando música a todo
volumen ( bah, si se la podía llamar música), mientras uno de ellos revolvía
una olla enorme con un palo, subido al borde del fogón. Empacamos un poco
nuestras cosas para sacarlas del alcance de los bochincheros, y después de que
Walter inadvertidamente (o no) los dejara sin música desenchufando
distraídamente el cable del equipo de música, les permitimos usar nuestro
alargue para siguieran haciendo batifondo. Nos ofrecieron un plato de guiso a
cambio de las molestias, que rehusamos amablemente. Para personas como nosotros
que disfrutamos de algo tan simple pero tan bello como los mágicos sonidos de
la naturaleza, desde el canto de un pájaro hasta el susurro del viento, no cabe
en la cabeza estar un parque nacional y oir sonidos a todo volumen para tapar
esos ecos. Pero bueno, respetamos a todo aquel que piense distinto, así que nos
subimos a los autos y salimos rapidísimo para alejarnos lo más lejos de esos
jóvenes bulliciosos. Que sean felices así, pero con nosotros lejos.
Llegamos hasta un nuevo sector del parque, un
sendero en el que la vegetación formaba como una especie de túnel del tiempo,
era larguísimo. Nos internamos en él y llegamos hasta una parte donde todo
estaba inundado y como donde hay agua estancada hay insectos, un nuevo enjambre
de mosquitos nos impidió seguir.
Nos encontramos con un caminante solitario, con
cámara en mano y bastante sudado. Era un hombre regordete, de anteojos y
carácter amable. Nos dijo que vio un ave rara que no supo describir y nos
advirtió que más adelante había muchos mosquitos. No hacía falta que lo
aclarara, ya que pululaban a su alrededor no menos de setecientos zancudos
muchos de los cuales descansaban cómodamente en sus brazos y, lo más increíble,
en su cabeza. Nos despedimos de él y lo vemos alejarse envuelto en esa nube
gris movediza. Pensé que al menos nos había dejado algunos mosquitos menos que
enfrentar. Me llamaba la atención como lo seguían y él lo más campante, ¿será
que, al igual que los seres superiores, los insectos se encariñan también con
alguien?
Dado que no me había puesto las botas, ya con
los pies mojados regresé antes que los demás al auto y en el camino me encontré
con una culebra y una araña solitaria.
La temperatura de esa jornada era la ideal.
Esperaba días de más calor, mucho más agobiantes, pero por suerte el clima era
templado. Esa temperatura agradable nos acompañaría durante todo nuestro viaje
chaqueño.
Como decía, nos montamos en nuestros rodados
y atravesamos el parque con dirección a las lagunas Carpincho y Yacaré.
Llegamos a la hora del atardecer. En una caminadita rápida por el sendero,
Martín escuchó a lo lejos al lechuzón negruzco.
Seguimos caminando y en una curva
vimos una familia de monos carayá.
¡Por fin! dijimos. Era el emblema del parque y todavía no se habían mostrado.
¡Por fin! dijimos. Era el emblema del parque y todavía no se habían mostrado.
Me puse a manipular mi aparatoso equipo
fotográfico. Primeramente hice una foto del macho que era bien negro.
Pero estos monitos se mueven tan rápido, tan arriba y entre tanto follaje que es complicado encontrarlos despejados. Traté de filmarlos y luego de quince minutos solo logré unos segundos de buen video del carayá hembra. Ahora, acá debo contarles mi desventura: en los momentos en los que debía estar inmóvil sosteniendo la cámara para poder filmar sin que ésta se mueva, ya que el pesado lente es mucho para mi pobre cabezal de trípode, los mosquitos se hacían un verdadero festín conmigo. Es que si uno se desplaza, camina o se sacude los zancudos no se posan. Pero basta un par de segundos de inmovilidad para que ataquen como indios pampas a lanzazos limpios. Terminé mi toma como pude, rearmé mi equipo y corrí despavorido del lugar, todo picado pero contento por haber registrado a esos monos. Debo decir que mientras corría los simios me miraban como deleitándose con mi sufrimiento.
Pero estos monitos se mueven tan rápido, tan arriba y entre tanto follaje que es complicado encontrarlos despejados. Traté de filmarlos y luego de quince minutos solo logré unos segundos de buen video del carayá hembra. Ahora, acá debo contarles mi desventura: en los momentos en los que debía estar inmóvil sosteniendo la cámara para poder filmar sin que ésta se mueva, ya que el pesado lente es mucho para mi pobre cabezal de trípode, los mosquitos se hacían un verdadero festín conmigo. Es que si uno se desplaza, camina o se sacude los zancudos no se posan. Pero basta un par de segundos de inmovilidad para que ataquen como indios pampas a lanzazos limpios. Terminé mi toma como pude, rearmé mi equipo y corrí despavorido del lugar, todo picado pero contento por haber registrado a esos monos. Debo decir que mientras corría los simios me miraban como deleitándose con mi sufrimiento.
Cuando me reencontré con Martín y Michelle ya quedaba poco de la luz del día. Revisé mi equipo y descubrí que una pieza de
mi monopié faltaba… ¡ se había caído en la trabajosa filmación de los monos!
Tuve que volver a ese maldito lugar pensando en que los enjambres tenían
todavía el sabor de mi sangre en sus trompas. Con la linterna en mano iluminaba el camino,
tratando de recordar el lugar donde estaban los primates. El objeto extraviado era
minúsculo, mi única oportunidad era recordar el lugar donde filmé a los monos.
Por suerte ese exacto lugar quedaba luego de una curva. Hallé el chirimbolo y
volví relajado, porque, aunque Osvaldo me dijo que esa pieza se consigue,
detesto perder cosas, aunque sea una sencilla lapicera. Y no quería estar al
comienzo de un campamento habiéndome desprendido de un objeto, por más sencillo
que fuera.
Nos fuimos al extremo del camino con la noche
ya cerrada. A lo lejos se podía oír la voz del tataupá listado. Lo llamaron
pero nada.
Yo aprovechaba para jugar con un murciélago que daba vueltas muy cerca de nuestras cabezas. Volaba a gran velocidad y en forma errática. Buscaba iluminarlo con el potente haz de mi linterna. Cuando por un instante lograba seguirlo con la luz, se veían sus orejas y sus alas provistas de dedos batiéndose muy rápido.
Yo aprovechaba para jugar con un murciélago que daba vueltas muy cerca de nuestras cabezas. Volaba a gran velocidad y en forma errática. Buscaba iluminarlo con el potente haz de mi linterna. Cuando por un instante lograba seguirlo con la luz, se veían sus orejas y sus alas provistas de dedos batiéndose muy rápido.
El espectáculo de la noche iba llegando, en
un rincón oscuro empezaban a brillar como estrellitas fugaces las pequeñas luciérnagas,
para emoción de Michelle a quien le encanta contemplarlas, Y es que en ese
lugar silencioso, en plena oscuridad, esos bichos de luz le ponían alegría al monte
oscuro y algo de poesía surgía inspirada en esos tenues brillitos. ¿ Quien no recuerda cuando de pequeño se maravillaba con esos destellos en las cálidas noches de verano ?
Volvíamos no sin antes parar en el lugar
donde escuchamos al lechuzón negruzco. Caminamos un poco el sendero pero no se
volvió a oír. A cambio nos topamos con el primer alicucú, especie que veríamos
en cantidad por las noches en los senderos.
Al regresar al camping, los bullangeros
lugareños se habían marchado, habían dejado todo limpio y ordenado. En el fogón
ardían tres leños apilados. Nos inquietó algo esa visión, ya que en la tarde se
había levantado algo de viento y algunas chispas volaban hacia las carpas. Esos
leños flameantes fueron sin embargo de utilidad para encender nuestro fuego y
calentar agua para la cena de la noche: fideos con tuco y queso.
La noticia desagradable era que la falta de
agua en los vestuarios continuaba. Yo por suerte me había bañado el día
anterior, pero había quienes ya acumulaban dos jornadas sin un baño. Guille se
fue a buscar algún responsable. En el área de visitantes todo estaba cerrado. Luego
de un rato apareció el guardaparques que nos recibió el primer día quien se
comprometió a activar la bomba, echándole le culpa a los que estaban de turno
el domingo, quienes no la habían encendido. Algo de agua hubo al fin y al menos algunos se pudieron dar un baño.
La tarea que nos ocupó después fue la de
generar un fuego lo suficientemente fuerte como para hervir los cuatro litros
de agua no potable que necesitábamos para cocinar los fideos. Dada la
desconfianza que nos causaba la turbiedad del líquido, ya que el agua del lugar
no estaba purificada, consideraban algunos necesaria la ebullición por más de
diez minutos antes de arrojar los fideos. Les aclaré que para la cocción ya se insumirían esos diez
minutos, por lo tanto solo habría que lograr que hirviera. Pero el fuego
calentaba la cacerola, pasaban los minutos y solo salía una leve voluta de
humo. Hizo falta acercar muchos leños y sobre todo apantallar para avivarlo.
Para eso hice gala de mi habilidad para el "apantalleo asadoril", que consiste en
usar lo que esté a mano para apantallar el fuego, en este caso fue la tapa de
mi tupper el objeto salvador. Con el brazo al límite, logré que un buen fuego
calentara la olla y por fin el agua hirvió como un geiser. Los fideos
estuvieron exquisitos, no solo por las pastas, sino por el insólito esfuerzo
que costó prepararlo, en medio de esa noche, con misteriosos sonidos lejanos,
mientras nos reíamos por cualquier cosa, pasándonos un mate de consuelo entre
todos, sin agua para el baño, pero con un manantial de dicha que hacía disfrutar
al máximo esas pequeñas situaciones.
De postre un par de bocados de membrillo y el
saludo exhausto a los compañeros. Busqué mi carpa y me metí. Otros se fueron a
dar una vuelta por los senderos, yo los acompañé en mis sueños, junto con ellos
en la Cherokee pude ver desde mi carpa a un osito lavador, pecaríes y muchos
alicucus. De nuevo en la tranquilidad de la noche, la jornada terminaba con la
satisfacción de un día distinto y a la vez con una inquietud conocida.
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