sábado, 19 de agosto de 2017

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 2

Domingo 25/06

Las seis y treinta era la hora prevista para el comienzo del primer día en el parque. Todo estaba en oscuridad. Hicimos un poco de remoloneo y arriba. A las siete estábamos en pie preparando nuestro primer desayuno chaqueño.
Con los primeros rayos atravesando los árboles escuchamos el griterío de las charatas, quienes replicaban su llamado por todo el lugar. Era el más rústico de los despertadores, pues esos potentes sonidos podían despabilar a un lirón. Con el llegar del día aparecían los primeros visitantes: la urraca común y la morada, y luego el formidable trepador gigante.



Más arriba parloteaban las bandadas de loro hablador. Todos nada tímidos para hacer bullicio. Es imposible imaginar mejor entorno para una mateada temprana, rodeados de aves que se iban acercando, algunas más próximas, otras en las alturas.
Regodeados estábamos con tanta contemplación cuando una de las chicas nos informa que no había agua en los sanitarios. Voy a verificar. No salía ni una sola gota.
Al mismo tiempo que tomamos noticia de este inconveniente recordamos que era domingo. Comenzaron a llegar autos al parque. Arribaba un contingente de muchachos quienes coparon nuestro plácido y tranquilo camping. Eran lugareños que vinieron a pasar el día, aprovechando la jornada de sol. De un instante a otro nuestro bucólico lugar se transformó en la plaza de cualquier ciudad. Decidimos  por lo tanto marcharnos de allí para recorrer el primer sendero del parque. Elegimos empezar por el sendero negro, camino donde un puente colgante atraviesa el arroyo.



A medida que el día avanzaba, los mosquitos empezaban a multiplicarse por miles. Cruzamos el angosto puente y encaramos por un camino que es el sendero peatonal del Rio Negro. Nos mandamos bien al fondo por ese monte de quebracho colorado chaqueño. Caminamos por esa selva, tomando conciencia de que esos bosques alguna vez cubrieron una vasta región que abarcaba la provincia de Santa Fe y la provincia del Chaco, llegando hasta el noroeste del territorio correntino. Hoy, solo este pequeño manchón de área protegida conserva estas comunidades.
Cuando regresamos a mediodía al sector de las carpas le dijimos adiós al paisaje, adiós a la feliz tranquilidad que nos envolvía, todo había cambiado. Los lugareños estaban escuchando música a todo volumen ( bah, si se la podía llamar música), mientras uno de ellos revolvía una olla enorme con un palo, subido al borde del fogón. Empacamos un poco nuestras cosas para sacarlas del alcance de los bochincheros, y después de que Walter inadvertidamente (o no) los dejara sin música desenchufando distraídamente el cable del equipo de música, les permitimos usar nuestro alargue para siguieran haciendo batifondo. Nos ofrecieron un plato de guiso a cambio de las molestias, que rehusamos amablemente. Para personas como nosotros que disfrutamos de algo tan simple pero tan bello como los mágicos sonidos de la naturaleza, desde el canto de un pájaro hasta el susurro del viento, no cabe en la cabeza estar un parque nacional y oir sonidos a todo volumen para tapar esos ecos. Pero bueno, respetamos a todo aquel que piense distinto, así que nos subimos a los autos y salimos rapidísimo para alejarnos lo más lejos de esos jóvenes bulliciosos. Que sean felices así, pero con nosotros lejos.
Llegamos hasta un nuevo sector del parque, un sendero en el que la vegetación formaba como una especie de túnel del tiempo, era larguísimo. Nos internamos en él y llegamos hasta una parte donde todo estaba inundado y como donde hay agua estancada hay insectos, un nuevo enjambre de mosquitos nos impidió seguir.



Nos encontramos con un caminante solitario, con cámara en mano y bastante sudado. Era un hombre regordete, de anteojos y carácter amable. Nos dijo que vio un ave rara que no supo describir y nos advirtió que más adelante había muchos mosquitos. No hacía falta que lo aclarara, ya que pululaban a su alrededor no menos de setecientos zancudos muchos de los cuales descansaban cómodamente en sus brazos y, lo más increíble, en su cabeza. Nos despedimos de él y lo vemos alejarse envuelto en esa nube gris movediza. Pensé que al menos nos había dejado algunos mosquitos menos que enfrentar. Me llamaba la atención como lo seguían y él lo más campante, ¿será que, al igual que los seres superiores, los insectos se encariñan también con alguien?
Dado que no me había puesto las botas, ya con los pies mojados regresé antes que los demás al auto y en el camino me encontré con una culebra y una araña solitaria.
La temperatura de esa jornada era la ideal. Esperaba días de más calor, mucho más agobiantes, pero por suerte el clima era templado. Esa temperatura agradable nos acompañaría durante todo nuestro viaje chaqueño.
Como decía, nos montamos en nuestros rodados y atravesamos el parque con dirección a las lagunas Carpincho y Yacaré. Llegamos a la hora del atardecer. En una caminadita rápida por el sendero, Martín escuchó a lo lejos al lechuzón negruzco.
Seguimos caminando y en una curva vimos una familia de monos carayá.           
¡Por fin! dijimos. Era el emblema del parque y todavía no se habían mostrado.
Me puse a manipular mi aparatoso equipo fotográfico. Primeramente hice una foto del macho que era bien negro.



 Pero estos monitos se mueven tan rápido, tan arriba y entre tanto follaje que es complicado encontrarlos despejados. Traté de filmarlos y luego de quince minutos solo logré unos segundos de buen video del carayá hembra. Ahora, acá debo contarles mi desventura: en los momentos en los que debía estar inmóvil sosteniendo la cámara para poder filmar sin que ésta se mueva, ya que el pesado lente es mucho para mi pobre cabezal de trípode, los mosquitos se hacían un verdadero festín conmigo. Es que si uno se desplaza, camina o se sacude los zancudos no se posan. Pero basta un par de segundos de inmovilidad para que ataquen como indios pampas a lanzazos limpios. Terminé mi toma como pude, rearmé mi equipo y corrí despavorido del lugar, todo picado pero contento por haber registrado a esos monos. Debo decir que mientras corría los simios me miraban como deleitándose con mi sufrimiento.



Cuando me reencontré con Martín y Michelle ya quedaba poco de la luz del día. Revisé mi equipo y descubrí que una pieza de mi monopié faltaba… ¡ se había caído en la trabajosa filmación de los monos! Tuve que volver a ese maldito lugar pensando en que los enjambres tenían todavía el sabor de mi sangre en sus trompas. Con la linterna en mano iluminaba el camino, tratando de recordar el lugar donde estaban los primates. El objeto extraviado era minúsculo, mi única oportunidad era recordar el lugar donde filmé a los monos. Por suerte ese exacto lugar quedaba luego de una curva. Hallé el chirimbolo y volví relajado, porque, aunque Osvaldo me dijo que esa pieza se consigue, detesto perder cosas, aunque sea una sencilla lapicera. Y no quería estar al comienzo de un campamento habiéndome desprendido de un objeto, por más sencillo que fuera.
Nos fuimos al extremo del camino con la noche ya cerrada. A lo lejos se podía oír la voz del tataupá listado. Lo llamaron pero nada.
Yo aprovechaba para jugar con un murciélago que daba vueltas muy cerca de nuestras cabezas. Volaba a gran velocidad y en forma errática. Buscaba iluminarlo con el potente haz de mi linterna. Cuando por un instante lograba seguirlo con la luz, se veían sus orejas y sus alas provistas de dedos batiéndose muy rápido.
El espectáculo de la noche iba llegando, en un rincón oscuro empezaban a brillar como estrellitas fugaces las pequeñas luciérnagas, para emoción de Michelle a quien le encanta contemplarlas, Y es que en ese lugar silencioso, en plena oscuridad, esos bichos de luz le ponían alegría al monte oscuro y algo de poesía surgía inspirada en esos tenues brillitos.     ¿ Quien no recuerda cuando de pequeño se maravillaba con esos destellos en las cálidas noches de verano ? 
Volvíamos no sin antes parar en el lugar donde escuchamos al lechuzón negruzco. Caminamos un poco el sendero pero no se volvió a oír. A cambio nos topamos con el primer alicucú, especie que veríamos en cantidad por las noches en los senderos.
Al regresar al camping, los bullangeros lugareños se habían marchado, habían dejado todo limpio y ordenado. En el fogón ardían tres leños apilados. Nos inquietó algo esa visión, ya que en la tarde se había levantado algo de viento y algunas chispas volaban hacia las carpas. Esos leños flameantes fueron sin embargo de utilidad para encender nuestro fuego y calentar agua para la cena de la noche: fideos con tuco y queso.
La noticia desagradable era que la falta de agua en los vestuarios continuaba. Yo por suerte me había bañado el día anterior, pero había quienes ya acumulaban dos jornadas sin un baño. Guille se fue a buscar algún responsable. En el área de visitantes todo estaba cerrado. Luego de un rato apareció el guardaparques que nos recibió el primer día quien se comprometió a activar la bomba, echándole le culpa a los que estaban de turno el domingo, quienes no la habían encendido. Algo de agua hubo al fin y al menos algunos se pudieron dar un baño.
La tarea que nos ocupó después fue la de generar un fuego lo suficientemente fuerte como para hervir los cuatro litros de agua no potable que necesitábamos para cocinar los fideos. Dada la desconfianza que nos causaba la turbiedad del líquido, ya que el agua del lugar no estaba purificada, consideraban algunos necesaria la ebullición por más de diez minutos antes de arrojar los fideos. Les aclaré que para la cocción ya se insumirían esos diez minutos, por lo tanto solo habría que lograr que hirviera. Pero el fuego calentaba la cacerola, pasaban los minutos y solo salía una leve voluta de humo. Hizo falta acercar muchos leños y sobre todo apantallar para avivarlo. Para eso hice gala de mi habilidad para el "apantalleo asadoril", que consiste en usar lo que esté a mano para apantallar el fuego, en este caso fue la tapa de mi tupper el objeto salvador. Con el brazo al límite, logré que un buen fuego calentara la olla y por fin el agua hirvió como un geiser. Los fideos estuvieron exquisitos, no solo por las pastas, sino por el insólito esfuerzo que costó prepararlo, en medio de esa noche, con misteriosos sonidos lejanos, mientras nos reíamos por cualquier cosa, pasándonos un mate de consuelo entre todos, sin agua para el baño, pero con un manantial de dicha que hacía disfrutar al máximo esas pequeñas situaciones.



De postre un par de bocados de membrillo y el saludo exhausto a los compañeros. Busqué mi carpa y me metí. Otros se fueron a dar una vuelta por los senderos, yo los acompañé en mis sueños, junto con ellos en la Cherokee pude ver desde mi carpa a un osito lavador, pecaríes y muchos alicucus. De nuevo en la tranquilidad de la noche, la jornada terminaba con la satisfacción de un día distinto y a la vez con una inquietud conocida.

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