sábado, 19 de agosto de 2017

VIAJE CHAQUEÑO.DIA 1

Hola estimadísimos y muy sufridos lectores de este superable intento de blog. En estas páginas relato una de las mejores experiencias naturalistas que viví junto a mis grandes compañeros de viaje.
Se trata de una recorrida por la región chaqueña, adonde deseaba ir hacia ya mucho tiempo. 
 ¿Les interesa venir ? ¡¡¡Vamos que salimos !!!

Sábado 24/06.

El día señalado llegó. Comenzaba un viaje programado con toda pasión durante los seis meses anteriores. Atrás quedaban las reuniones previas con sus consabidas cervezas, atrás quedaban también los innumerables mensajitos y las fotos intercambiadas con Fede como adelantado del grupo. 
Ese día, con las mejores expectativas, nos juntamos a las tres menos cuarto de la madrugada. 
Creo que muy pocos de nosotros habíamos dormido más de un par de horas. Consulté por última vez el pronóstico del tiempo en el cual se anunciaba lluvia para esa noche, aunque mejoraría durante el transcurso del día. 
En los autos nos ubicamos repitiendo el reparto del viaje pampeano del 2015, o sea: en el Astra viajábamos Martín, Michelle y yo. Y en la gran Cherokee los demás, Walter, Luciana, Osvaldo y Guillermo. Como íbamos de campamento, la camioneta acarreaba el trailer con las vituallas, heladeritas, cacerolas y demás objetos imprescindibles para los viajeros.
Todo listo: mil doscientos kilómetros nos separaban de nuestro destino.
Y por fin ...¡arrancamos! 
El recorrido fue cansador pero por suerte tranquilo. Ninguna demora en el camino. No hubo embotellamientos, no fuimos detenidos por gendarmería ni por la policía. 
Al mediodía nos detuvimos a almorzar en la ruta, al lado de un rio. 



Luego seguimos camino. Hubo un solo intento de parada  para probar los chipás en la YPF Cuatro Bocas, en Corrientes, pero decidimos seguir y dejarlo para el regreso. Queríamos llegar al Parque Nacional Chaco antes de que la luz del día se apagara.
¡Que impresionante el cruce del Paraná! Lo hicimos a la hora del atardecer por el majestuoso puente que une Corrientes con Resistencia.
Ya en la provincia del Chaco, tomamos por la ruta 16 hasta la intersección con la 9, luego derecho por esta ruta. Hicimos casi cincuenta kilómetros más y al salir de una curva abierta apareció ante nosotros el pueblo de Capitán Solari. Es este un pequeño poblado del chaco profundo, donde notorio era observar que es más lo que falta que lo que sobra. Avanzando por sus pedregosas callejuelas veíamos que las casas estaban recubiertas por una negra capa causada por la humedad. Cada vivienda era por demás humilde. Al paso de nuestros vehículos, los pobladores nos veían con detenimiento, sentados, entre gallinas y pomelos, sabiéndonos de inmediato extraños a su comunidad. Atravesando ese pueblito salimos a un camino de ripio, ya muy empobrecido de guijarros. Ese camino conducía al parque.
Hicimos el ingreso al PN casi a las seis de la tarde, luego de 15 horas de manejo. Cruzamos un puente sobre el rio Negro y saludamos a unos obreros que se encontraban allí haciendo algo parecido a una excavación. La primera emoción nos la dio el entrañable muitú que se encuentra viviendo cerca del centro de visitantes. Es una hembra y está allí hace bastante tiempo, sola, a la espera de que le acerquen el macho con quien olvide sus horas de soledad.



Estacionamos y nos quedamos de pie, contemplando el magnífico lugar, lleno de árboles de gran porte, respirando profundo el aire chaqueño.
Esperamos unos minutos y apareció el responsable del lugar. Era un hombre delgado y de tez morena. Apenas nos miró y enseguida nos hizo pasar a la oficina del centro de visitantes. Nos tomó algunos datos y sin mediar sonrisas nos dio unas breves instrucciones y explicaciones sobre el lugar. Algo raro pasaba. Era evidente que le molestaba nuestra presencia. Luego supimos que el parque estaba inmerso en un caos administrativo, no estaba designado el intendente, y cada uno se gobernaba a su antojo, generándose no pocas rencillas entre el personal. Este guardaparque disgustado que nos atendía era el que allí vivía, y por lo tanto no le quedaba otra alternativa que recibirnos a esa hora en la que ya no se trabajaba. La molestia se dejaba ver en su semblante.
No obstante, a los pocos minutos de conversar fuimos entrando en confianza, se aflojaron sus facciones y su tono de voz cambió a otro más amigable. Nos hizo una breve descripción de los caminos, nos dijo que el de Panza de Cabra estaba inundado y nos explicó sobre el estado delos demás senderos. Luego nos refirió sobre las instalaciones, asegurándonos que había agua caliente para bañarnos y se despidió, alejándose rápidamente hacia su morada para continuar sus quehaceres, dispuesto a que no lo molestemos más durante toda nuestra estadía, lo que no iba a ser así según veremos.




Acomodamos los vehículos y empezó entonces la no muy liviana tarea de ir bajando todos los enseres que traíamos y acomodarlos en el sector donde había una mesa. Directamente tomamos posesión del camping ya que no había nadie más allí.  En un santiamén armamos las carpas, mientras el día iba acabando. La noche temprana nos envolvía con el objetivo cumplido: instalados en el parque y con las carpas armadas.
Pero había algo que empezaba a molestar: ¡¡¡¡mosquitos!!!!!
Eran miles que aguijoneaban nuestros descuidados cuerpos. Primero recurrimos a los repelentes, eso los alejó por un momento, pero a los minutos era necesario reforzar la aplicación. Por suerte, en un par de horas más, la llegada de la noche los haría desaparecer por completo, eran mosquitos "crepusculares".
Luego llegó el momento de probar las instalaciones sanitarias. A primera vista el edificio del vestuario se veía prolijo, del lado de afuera estaban las piletas para lavar y en el espacio interior donde estaban las duchas gozaba de muy buena limpieza. Dado el calor que sentía yo a esa hora, fruto de la rapidísima acción de armado de la carpa, me dispuse bajo el chorro de la ducha a efectos de darme ese reparador baño. El agua caliente prometida era en cambio una cascada de agua natural a temperatura digamos como el agua de los océanos. Sin embargo, para mí el baño fue igualmente reparador, ya que sentía bastante calor, y me aliviaba las picaduras que los mosquitos me habían dejado. Reanimado me sequé y me puse ropa nueva. Salí a la noche y disfruté de ese especial aroma, desconocido, de tantas novedosas especies arbóreas, vientos nuevos para mis sentidos que se abrían anhelantes a la foresta en que me hallaba.
Pasaron así un par de horas y ya era noche cerrada. Los mosquitos ya no estaban. Mientras improvisábamos la frugal cena, Guille me preguntó que tal estaba la ducha. Le aclaré que no había agua caliente, pero que igual había estado linda. Se vé que esa última palabra entusiasmó a nuestro amigo ya que decidido fue hacia el vestuario con toalla en mano. Volvió poco menos que tiritando y me encaró diciendo con los labios azules como carajo es que estaba linda si estaba helada. Evidentemente la hora más avanzada de la noche cambió la percepción de la temperatura del agua, o yo había tenido mucho calor. La cosa es que todos nos matamos de risa y nos sentamos a comer lo que cada uno había traído de su casa, a lo que sumamos unos choris a la leña.
Aunque parezca poco, para ese día ya era suficiente. Fueron quince horas de viaje, casi sin dormir la noche anterior, mil doscientos kilómetros, una cara seria de guardaparque, armado de carpas en tiempo récord, enjambres de miles de mosquitos y dos duchazos fríos. Demasiado para seguir activos, por lo que nos dejamos caer dentro de las chozas, siendo que eran casi las nueve y media.
Nada se oyó en el monte minutos después.

“Acostado en la soledad de mi carpa, contemplo la noche. El cielo oscuro salpicado por miles de puntos brillantes, titilantes. Parece que estuviera separado de la galaxia tan inmensa solo por la delgada tela del mosquitero. Puedo contemplar como nunca las nubes de Magallanes, con las sombras de los árboles poniéndole un marco natural a semejante cuadro.”

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 2

Domingo 25/06

Las seis y treinta era la hora prevista para el comienzo del primer día en el parque. Todo estaba en oscuridad. Hicimos un poco de remoloneo y arriba. A las siete estábamos en pie preparando nuestro primer desayuno chaqueño.
Con los primeros rayos atravesando los árboles escuchamos el griterío de las charatas, quienes replicaban su llamado por todo el lugar. Era el más rústico de los despertadores, pues esos potentes sonidos podían despabilar a un lirón. Con el llegar del día aparecían los primeros visitantes: la urraca común y la morada, y luego el formidable trepador gigante.



Más arriba parloteaban las bandadas de loro hablador. Todos nada tímidos para hacer bullicio. Es imposible imaginar mejor entorno para una mateada temprana, rodeados de aves que se iban acercando, algunas más próximas, otras en las alturas.
Regodeados estábamos con tanta contemplación cuando una de las chicas nos informa que no había agua en los sanitarios. Voy a verificar. No salía ni una sola gota.
Al mismo tiempo que tomamos noticia de este inconveniente recordamos que era domingo. Comenzaron a llegar autos al parque. Arribaba un contingente de muchachos quienes coparon nuestro plácido y tranquilo camping. Eran lugareños que vinieron a pasar el día, aprovechando la jornada de sol. De un instante a otro nuestro bucólico lugar se transformó en la plaza de cualquier ciudad. Decidimos  por lo tanto marcharnos de allí para recorrer el primer sendero del parque. Elegimos empezar por el sendero negro, camino donde un puente colgante atraviesa el arroyo.



A medida que el día avanzaba, los mosquitos empezaban a multiplicarse por miles. Cruzamos el angosto puente y encaramos por un camino que es el sendero peatonal del Rio Negro. Nos mandamos bien al fondo por ese monte de quebracho colorado chaqueño. Caminamos por esa selva, tomando conciencia de que esos bosques alguna vez cubrieron una vasta región que abarcaba la provincia de Santa Fe y la provincia del Chaco, llegando hasta el noroeste del territorio correntino. Hoy, solo este pequeño manchón de área protegida conserva estas comunidades.
Cuando regresamos a mediodía al sector de las carpas le dijimos adiós al paisaje, adiós a la feliz tranquilidad que nos envolvía, todo había cambiado. Los lugareños estaban escuchando música a todo volumen ( bah, si se la podía llamar música), mientras uno de ellos revolvía una olla enorme con un palo, subido al borde del fogón. Empacamos un poco nuestras cosas para sacarlas del alcance de los bochincheros, y después de que Walter inadvertidamente (o no) los dejara sin música desenchufando distraídamente el cable del equipo de música, les permitimos usar nuestro alargue para siguieran haciendo batifondo. Nos ofrecieron un plato de guiso a cambio de las molestias, que rehusamos amablemente. Para personas como nosotros que disfrutamos de algo tan simple pero tan bello como los mágicos sonidos de la naturaleza, desde el canto de un pájaro hasta el susurro del viento, no cabe en la cabeza estar un parque nacional y oir sonidos a todo volumen para tapar esos ecos. Pero bueno, respetamos a todo aquel que piense distinto, así que nos subimos a los autos y salimos rapidísimo para alejarnos lo más lejos de esos jóvenes bulliciosos. Que sean felices así, pero con nosotros lejos.
Llegamos hasta un nuevo sector del parque, un sendero en el que la vegetación formaba como una especie de túnel del tiempo, era larguísimo. Nos internamos en él y llegamos hasta una parte donde todo estaba inundado y como donde hay agua estancada hay insectos, un nuevo enjambre de mosquitos nos impidió seguir.



Nos encontramos con un caminante solitario, con cámara en mano y bastante sudado. Era un hombre regordete, de anteojos y carácter amable. Nos dijo que vio un ave rara que no supo describir y nos advirtió que más adelante había muchos mosquitos. No hacía falta que lo aclarara, ya que pululaban a su alrededor no menos de setecientos zancudos muchos de los cuales descansaban cómodamente en sus brazos y, lo más increíble, en su cabeza. Nos despedimos de él y lo vemos alejarse envuelto en esa nube gris movediza. Pensé que al menos nos había dejado algunos mosquitos menos que enfrentar. Me llamaba la atención como lo seguían y él lo más campante, ¿será que, al igual que los seres superiores, los insectos se encariñan también con alguien?
Dado que no me había puesto las botas, ya con los pies mojados regresé antes que los demás al auto y en el camino me encontré con una culebra y una araña solitaria.
La temperatura de esa jornada era la ideal. Esperaba días de más calor, mucho más agobiantes, pero por suerte el clima era templado. Esa temperatura agradable nos acompañaría durante todo nuestro viaje chaqueño.
Como decía, nos montamos en nuestros rodados y atravesamos el parque con dirección a las lagunas Carpincho y Yacaré. Llegamos a la hora del atardecer. En una caminadita rápida por el sendero, Martín escuchó a lo lejos al lechuzón negruzco.
Seguimos caminando y en una curva vimos una familia de monos carayá.           
¡Por fin! dijimos. Era el emblema del parque y todavía no se habían mostrado.
Me puse a manipular mi aparatoso equipo fotográfico. Primeramente hice una foto del macho que era bien negro.



 Pero estos monitos se mueven tan rápido, tan arriba y entre tanto follaje que es complicado encontrarlos despejados. Traté de filmarlos y luego de quince minutos solo logré unos segundos de buen video del carayá hembra. Ahora, acá debo contarles mi desventura: en los momentos en los que debía estar inmóvil sosteniendo la cámara para poder filmar sin que ésta se mueva, ya que el pesado lente es mucho para mi pobre cabezal de trípode, los mosquitos se hacían un verdadero festín conmigo. Es que si uno se desplaza, camina o se sacude los zancudos no se posan. Pero basta un par de segundos de inmovilidad para que ataquen como indios pampas a lanzazos limpios. Terminé mi toma como pude, rearmé mi equipo y corrí despavorido del lugar, todo picado pero contento por haber registrado a esos monos. Debo decir que mientras corría los simios me miraban como deleitándose con mi sufrimiento.



Cuando me reencontré con Martín y Michelle ya quedaba poco de la luz del día. Revisé mi equipo y descubrí que una pieza de mi monopié faltaba… ¡ se había caído en la trabajosa filmación de los monos! Tuve que volver a ese maldito lugar pensando en que los enjambres tenían todavía el sabor de mi sangre en sus trompas. Con la linterna en mano iluminaba el camino, tratando de recordar el lugar donde estaban los primates. El objeto extraviado era minúsculo, mi única oportunidad era recordar el lugar donde filmé a los monos. Por suerte ese exacto lugar quedaba luego de una curva. Hallé el chirimbolo y volví relajado, porque, aunque Osvaldo me dijo que esa pieza se consigue, detesto perder cosas, aunque sea una sencilla lapicera. Y no quería estar al comienzo de un campamento habiéndome desprendido de un objeto, por más sencillo que fuera.
Nos fuimos al extremo del camino con la noche ya cerrada. A lo lejos se podía oír la voz del tataupá listado. Lo llamaron pero nada.
Yo aprovechaba para jugar con un murciélago que daba vueltas muy cerca de nuestras cabezas. Volaba a gran velocidad y en forma errática. Buscaba iluminarlo con el potente haz de mi linterna. Cuando por un instante lograba seguirlo con la luz, se veían sus orejas y sus alas provistas de dedos batiéndose muy rápido.
El espectáculo de la noche iba llegando, en un rincón oscuro empezaban a brillar como estrellitas fugaces las pequeñas luciérnagas, para emoción de Michelle a quien le encanta contemplarlas, Y es que en ese lugar silencioso, en plena oscuridad, esos bichos de luz le ponían alegría al monte oscuro y algo de poesía surgía inspirada en esos tenues brillitos.     ¿ Quien no recuerda cuando de pequeño se maravillaba con esos destellos en las cálidas noches de verano ? 
Volvíamos no sin antes parar en el lugar donde escuchamos al lechuzón negruzco. Caminamos un poco el sendero pero no se volvió a oír. A cambio nos topamos con el primer alicucú, especie que veríamos en cantidad por las noches en los senderos.
Al regresar al camping, los bullangeros lugareños se habían marchado, habían dejado todo limpio y ordenado. En el fogón ardían tres leños apilados. Nos inquietó algo esa visión, ya que en la tarde se había levantado algo de viento y algunas chispas volaban hacia las carpas. Esos leños flameantes fueron sin embargo de utilidad para encender nuestro fuego y calentar agua para la cena de la noche: fideos con tuco y queso.
La noticia desagradable era que la falta de agua en los vestuarios continuaba. Yo por suerte me había bañado el día anterior, pero había quienes ya acumulaban dos jornadas sin un baño. Guille se fue a buscar algún responsable. En el área de visitantes todo estaba cerrado. Luego de un rato apareció el guardaparques que nos recibió el primer día quien se comprometió a activar la bomba, echándole le culpa a los que estaban de turno el domingo, quienes no la habían encendido. Algo de agua hubo al fin y al menos algunos se pudieron dar un baño.
La tarea que nos ocupó después fue la de generar un fuego lo suficientemente fuerte como para hervir los cuatro litros de agua no potable que necesitábamos para cocinar los fideos. Dada la desconfianza que nos causaba la turbiedad del líquido, ya que el agua del lugar no estaba purificada, consideraban algunos necesaria la ebullición por más de diez minutos antes de arrojar los fideos. Les aclaré que para la cocción ya se insumirían esos diez minutos, por lo tanto solo habría que lograr que hirviera. Pero el fuego calentaba la cacerola, pasaban los minutos y solo salía una leve voluta de humo. Hizo falta acercar muchos leños y sobre todo apantallar para avivarlo. Para eso hice gala de mi habilidad para el "apantalleo asadoril", que consiste en usar lo que esté a mano para apantallar el fuego, en este caso fue la tapa de mi tupper el objeto salvador. Con el brazo al límite, logré que un buen fuego calentara la olla y por fin el agua hirvió como un geiser. Los fideos estuvieron exquisitos, no solo por las pastas, sino por el insólito esfuerzo que costó prepararlo, en medio de esa noche, con misteriosos sonidos lejanos, mientras nos reíamos por cualquier cosa, pasándonos un mate de consuelo entre todos, sin agua para el baño, pero con un manantial de dicha que hacía disfrutar al máximo esas pequeñas situaciones.



De postre un par de bocados de membrillo y el saludo exhausto a los compañeros. Busqué mi carpa y me metí. Otros se fueron a dar una vuelta por los senderos, yo los acompañé en mis sueños, junto con ellos en la Cherokee pude ver desde mi carpa a un osito lavador, pecaríes y muchos alicucus. De nuevo en la tranquilidad de la noche, la jornada terminaba con la satisfacción de un día distinto y a la vez con una inquietud conocida.

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 3

Lunes 26/06
Mi segundo amanecer en Chaco. Mientras esperaba el escándalo de las charatas me di cuenta de que en el monte es todo silencio hasta que en un momento determinado, después de que se asoma el sol, es como cuando en la ciudad abren todos los comercios juntos, pues las innumerables especies comenzaban cada una su griterío. Los premios se los llevaban las charatas y los loros. Sin embargo, de la profundidad del bosque se escuchaban cantos más débiles pero que igual se expresaban a esa hora intensa. Era como un saludo al sol, el que hace posible que todo exista, que todo tenga vida.
Para esa jornada teníamos el destino previsto: ir a la Isla del Cerrito que estaba distante a 150 km de allí. Subimos a los vehículos sin llevar provisiones ya que pensábamos almorzar algo en las cercanías de la isla, donde nos dijeron que había algunos paradores. Volvimos a tomar la ruta 9 y luego la 16 hasta Resistencia. Luego, justo antes de la entrada al puente que une Chaco con Corrientes hay una ruta de camino consolidado que anuncia su bienvenida a Isla del Cerrito. Ingresamos por esta, comenzando a recorrer esta hermosa zona natural. Pudimos ver a un costado la hermosa flor del irupé.



Luego de unas horas de recorrer un poco a pie y un poco en auto, notamos que el camino pasaba de seco a parcialmente mojado hasta llegar a completamente inundado. Con ese estado de la ruta el Astra no podía pasar porque la altura del agua hacía peligrar la integridad del coche. Tuve que dejarlo estacionado en una de las entradas que hacen los pescadores al lado del rio Paraná.
Quisimos continuar la marcha con el otro vehículo a ver si llegábamos a destino, para lo cual fuimos subiendo en tandas a la camioneta la que no tenía problemas para pasar por el camino. Notábamos que el suelo era firme, eso lo comprobamos caminando con las botas, no había barro donde hundirse. El problema era la altura del agua. En un momento nos quedamos a pie con Martín y Michelle y el resto fue a hacer una avanzada de varios kilómetros para ver que tal estaba el resto del recorrido hasta llegar a la isla y de paso ver si había algún lugar donde comprar algo de comer ya que el tiempo pasó en todo este recorrido y ya era casi el mediodía. Regresaron sin embargo en poco tiempo, el camino estaba completamente inundado, y lo peor era que no había ningún puesto donde comprar comida. Volvimos entonces en tandas adonde dejamos el Astra. Por suerte yo había cargado mis bolsos en el auto. Y dentro de ellos había víveres. Teníamos agua que compré en la Shell, sardinas, tomate, galletas y dos salamines tandilenses. Almorzamos al lado del rio, bastante frustrados por no haber recorrido Isla del Cerrito. Las lluvias y las crecidas de los días previos nos habían hecho fracasar por vez primera en esta travesía en una de nuestras ambicionadas visitas. Pero todo viaje se compone también de estas frustraciones, y no sería la única según veremos.
Al regreso debíamos parar en algún comercio y aprovisionarnos para los próximos días. Hicimos un alto un supermercado en las afueras de Resistencia, el que estaba dentro de un muy paquete shopping donde los citadinos paseaban y compraban sus elegantes vestimentas. Estacionamos los vehículos y fuimos con Guille, Luciana a comprar al super, para lo cual había que pasar antes por el mall. Nuestro aspecto con ropas de fajina llenas de polvo y los borceguíes llenos de barro contrastaba con la elegancia de las vidrieras del centro de compras.
Nos cargamos seis bidones de agua, casi cincuenta latas de cerveza ( tal cual ) unas botellitas de vino ( no vaya a hacer falta ), dos buenas colitas de cuadril, frutas y galletas. En el camino compré hielo para enfriar algunas latas para esa misma noche.
El regreso hacia el parque fue tranquilo, la ruta estaba despejada. De nuevo atravesamos el pueblito de Capitán Solari, con sus callecitas de tierra, las necesidades de su gente, las casas de puertas abiertas, las gallinitas picoteando lo que podían, y los árboles de pomelo entregando sus amarillos corazones.

Arribamos al parque, comenzamos a descargar las compras y nos encontramos con dos sorpresas.
Una: había un nuevo visitante. Al lado de nuestras chozas vimos una pequeña carpa iglú plateada. Nos extrañó que, a pesar de la amplitud del sector de acampe, esa morada estuviera tan próxima a nosotros.
Dos: no había, nuevamente, agua en los vestuarios, ni en las piletas de afuera.
Esta última situación fue demasiado para nosotros. Levanté la cabeza y ví a Guille dirigiéndose a paso firme hacia la oficina del guardaparques.
Imaginando un cruce fuerte decidí secundar al amigo para apoyarlo y por si la situación se tornaba complicada. Afuera de la puerta del despacho, sentado en una silla, se encontraba un hombre a quien no habíamos visto hasta ahora. Parecía ser el que estaba al mando del lugar a esa hora. Era un hombre grueso de casi sesenta años, la piel agrietada por el sol y una torva mirada de pocos amigos. Era el patrón del lugar. Ese individuo parecía venido de otro tiempo, de la época de los caudillos. Estaba conversando con un ladero que le cebaba mate y asentía lo que su patrón le decía. A medida que nos acercábamos se veían los ojos negros de este individuo, todavía a distancia, cruzándose con la mirada que Guille le dirigía desde lejos, mientras íbamos hacia el choque inevitable. Medí fuerzas con el ladero y al ver que su talla era como la mía tome fuerzas y crucé mi mirada con la de ese muchacho y al igual que mi compañero, se la mantuve mientras me acercaba. Cuando estábamos a solo un par de metros de distancia nos detuvimos. Sin mediar una sola palabra Guille se le sentó al patrón a un metro, aprovechando el tronco cortado que servía de mesita al gordo individuo. El silencio era ahora insoportable. Me quedé de pie como para una rápida maniobra, siempre seguía vigilando yo al ladero, quien parecía no querer problemas, pero se notaba que esperaba una orden de su superior. El silencio lo rompió el encargado, quien con una socarrona sonrisa nos dijo que ya sabía cuál era nuestro problema, que faltaba el agua, pero que eso no era su culpa, sino del que estuvo antes que él, como dejando entender que no lo molestemos por esa pavada.
Pero pronto se le borró esa sonrisa al ver la mirada de Don Guillermo quien le acercó la cara hasta apenas centímetros y le dijo en tono bajo, casi tan poco audible que a mí me costó escucharlo:
-“Escuchame, gordito. O me solucionas el problema en este mismo momento, o nos instalamos en tu pocilga los siete, cagamos y meamos todo, te usamos el agua caliente hasta la última gota y te dejamos tus toallas tiradas en el piso”
El rostro del ancho hombre se transfiguró. El momento de tensión era angustiante, en la soledad de ese lugar pensé que un altercado no iba a terminar bien
Nuestro compañero agregó:
-“Acá hay damas ¿qué te crees que somos gordinflón?
Vi la cara enrojecida del hombre, las venas de su frente palpitantes, le vi hacer un movimiento lento, dirigiendo su mano a la cintura mientras clavaba sus ojos en los de mi amigo. El brillo del metal me paralizó. Vi sus dedos aferrarse al mango de hueso del puñal, pude ver como lentamente la hoja filosa se asomaba unos milímetros de su vaina.
Dirigí mi mirada hacia Guille y lo encontré inmóvil, como petrificado por la furia, los ojos clavados en el gordo. Luego lo veo llevarse también lentamente la mano a la espalda, como buscando algo en su cintura.
En ese momento decidí hacer mi apuesta ya que sabía que mi compañero no llevaba nada allí, jugado por jugado nada podíamos perder. Con mi mano le palmeé el hombro y le dije con voz segura y un tono más gruesa que lo habitual:
-“Quédese tranquilo jefe, acá estamos de vacaciones…no…trabajando”
Al instante veo que el hombre afloja su mano del puñal y veo que su semblante se pone pálido, mientras una gota de sudor se escurre por su calva cabeza. Al minuto sonríe y dice:
-“Faltaba más amigo, le aseguro que hoy a la noche tendrá agua”
Y el agua brotó toda la noche.
En verdad, no estoy seguro de que la conversación hubiera sido como la relaté. Me parece en algún momento recordar que fue distinta, mucho más amable, pero imaginación y realidad se confunden y porqué no dejar que el recuerdo se exprese así, como un cruce entre dos bravos contendientes.

Luego de las reconfortantes duchas, Osvaldo comenzó a amasar bollos para hacer pizzas. Guille, envalentonado, fabricó un horno con ladrillos que calentó con leña. Luego se introduciría en él la pizza amasada. Todo un éxito, ya que salieron crocantes y ahumadas a la vez.
Aquí van unos videos que documentan el inolvidable momento:











Mientras tanto apareció el visitante misterioso.
Al principio no sabíamos si era uno o varios, pero resultó ser uno solo. Se trataba de un hombre mayor, que estaba viajando en soledad desde Formosa y había hecho un alto en el parque. Según pudo averiguar Guille, era un médico jubilado que amaba la naturaleza y la soledad. Intercambió un breve diálogo y desapareció en la noche en el interior de su carpa.

Mientras comíamos, usamos el horno de ladrillos para cocinar las colitas, que con el calor acumulado, más las brasas de los leños que quedaban tomó un punto formidable.
Sobre el final de la noche, vi a Walter y a Michelle ansiosos de recorrer un poco. Entonces subimos al auto y encaramos hacia la entrada. Pudimos ver a un alicucú en el cartel de bienvenida al parque. Salimos del mismo y recorrimos el camino de tierra que lo unía con Capitán Solari, pero nada apareció en esa noche. Todas las criaturas se fueron a descansar, por lo tanto los tres fuimos a hacer lo mismo. 

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 4

Martes 27/06
Era un día de amanecer espléndido. Aproveché la claridad y por primera vez me fui a caminar tranquilo por el margen del rio Negro. Me anticipé en unos minutos al barullo ensordecedor de las charatas. 



Pero luego de unos instantes de paz y silencio total, todo el bosque explotó de sonidos. Era, sin embargo, un batifondo agradable.
En medio de ese bosque pletórico de cantos me crucé con el visitante, el médico jubilado quien también salió a dar un paseo. Amablemente nos saludamos con un golpe de cabeza y cada cual siguió su camino. No hice más que unos metros y me encontré con otro paseante, mejor dicho con otra, porque atravesó delante de mí, muy tranquila y confiada la hembra de muitú que se aquerenció en este lugar del parque. Caminaba graciosamente y emitía un suave sonido a cada paso, como para advertir que aquí venía y que le dejara paso. Luego de contemplarla un buen rato y de que se alejara de mi vista, regresé a la mesa donde ya estaba servido el desayuno. Mateamos y me comí un buen bocado de dulce de membrillo para llenar el estómago. Luego tomé mi equipo y me fui a explorar por ahí, entendiendo que esa mañana, al no estar programado nada, sería libre para que cada uno recorriera por donde le plazca.
Así tomé por el camino de acceso dispuesto a ir hasta el pequeño pastizal que había a pocos metros. En el camino me encontré con Martín y Michelle quienes habían decidido seguir el mismo rumbo. Pronto nos encontramos en el pastizal, donde se escuchaban las voces de los burritos. Pudimos ver al burrito común un par de veces, pero deseábamos ver al colorado. Desafortunadamente no fue posible verlo ni escucharlo.
El tiempo se pasaba agradablemente en ese tranquilo lugar. El cielo estaba ya a esa altura del día cubierto por delgadas nubes, pero la claridad no obstante era muy buena. Michelle se detenía a observar especies vegetales, Martín hacía lo mismo y yo aguzaba mis oídos con la esperanza de ver al colorado. En eso estábamos cuando escuchamos a lo lejos un motor. Martín dijo sin dudar que era la camioneta de Guille, y a los pocos minutos aparecen todos nuestros amigos a bordo del vehículo. Nos habían estado esperando y como no sabían nada de nosotros nos habían dejado una notita en el camping. Iban hacia el final de ese camino, que conduce a la laguna Yacaré y Carpincho. Quedamos en seguirlos, por lo tanto dimos por terminado ese bucólico paseo por el pastizal y nos fuimos en caminata rápida a buscar el auto. Lo abordamos y fuimos recorriendo el sendero para hacer el último vistazo al parque. Llegamos al final del camino y yo me fui a los miradores de las lagunas. En uno de ellos pude ver a lo lejos a un macá gris.



La mañana se pasó rápido perdida en esos senderos, como si la energía del monte nos confundiera y de alguna forma hiciera que nuestra percepción del tiempo se alterara ya que para nosotros solo habíamos estado minutos. En cambio, nuestros relojes demostraban el transcurso de varias horas. Regresamos rápido al mediodía para almorzar y levantar el campamento, ya que ese día nos marchábamos. Dejábamos Chaco y nos íbamos hacia Formosa, al límite con el Paraguay.
Primero levantamos las carpas, acomodamos los vivieres en el carrito y algunos en el auto y luego nos sentamos a comer. Osvaldo cortó en lonjas las dos colitas. Luego hizo lo propio cortando en rodajas el tomate, Walter cortó el pan, alguno dispuso maléficamente algo de salamín y nos dedicamos a comer tranquilamente unos sabrosos sándwiches.
El visitante mientras tanto usaba el fogón, aprovechando unos troncos que todavía ardían desde la noche. Puso una ollita muy pequeña en ese fuego y al ver que el agua hervía, descargó un puñado de arroz sobre el agua turbia obtenida en ese lugar. En breves momentos su almuerzo estaba listo. Se sentaba a comer solo, o tal vez con la distante compañía de nosotros, como fondo a sus meditaciones. Nunca elevaba la vista más que unos instantes, pareciera que su atención se concentraba en ese plato de arroz, y en sus personalísimos recuerdos. Finalizamos con postre, en mi caso con una naranja. Ultimo empaque y nos fuimos del parque saludando con dos bocinazos al médico solitario, quien devolvió con dos golpes de cabeza y siguió recordando y tal vez soñando. Nos fuimos del lugar, previa parada para hacer la foto grupal en el cartel de entrada.



Para ir al PN Pilcomayo seguimos el trayecto que nos indicaron los guardaparques al despedirnos. Esto era: tomar la ruta 9 hasta Colonias Unidas, luego la ruta 7 hasta Gral San Martín donde hicimos carga de combustible. Desde San Martin por ruta 90 hacia El Colorado, se transpone el límite con Formosa y luego por la ruta 1 se desemboca en la ruta 11 y se llega a la Capital de este estado provincial. En el camino seguía siendo una constante la gente caminando por la ruta y las motitos de baja cilindrada a muy lenta velocidad. Por lo tanto recomiendo ir con los ojos atentos y tranquilos. Pasamos un puñado de pueblos y veíamos que en todos ellos los hospitales y escuelas tenían exactamente la misma edificación: una construcción moderna de ladrillos a la visa y chapas acanaladas color azul. Todas las rutas por las que pasamos, tanto en Chaco como en Formosa estaban en excelente estado. No obstante al llegar a la periferia de la ciudad de Formosa estaban realizando obras, razón por la cual atravesar esos kilómetros nos demoró mucho, ya que había una importante congestión vehicular dado que ya eran pasadas las cinco, la gente salía de sus trabajos y los alumnos del colegio. Para colmo la señalización era bastante deficiente y en un par de ocasiones equivocábamos el camino y nos alejamos de la ruta que debíamos tomar, que era de nuevo la ruta 11 hacia Clorinda para empalmar luego con la 86 hacia Laguna Banca, nuestro destino final.
Todas estas demoras y nuestro error de cálculo de distancias y tiempos hizo que nos ganara la noche.
Llegamos muy tarde a Laguna blanca. Eran más de las ocho y era de noche hacia rato. Al llegar a esa ciudad un camino de ripio nos conduciría hasta el destacamento Estero Poí, uno de los dos que componen el PN Pilcomayo. Yo como siempre iba rezagado dejando que la Cherokee vaya un par de kilómetros adelante así no me tragaba tanto polvo. Pero cuando llegamos a la puerta del destacamento vi que la camioneta estaba detenida. Ahí tomé noticia que una barrera impedía el paso. Se leía un cartel que decía “Cerrado. Camino intransitable por lluvia”. Me pareció bastante extraño, ya que por mis consultas previas al viaje, había anotado que hacía varias semanas que no llovía. Pensé que me había fallado la investigación. Sin otro remedio, y estando en medio del chaco formoseño, con las estrellas lejanas como mudos testigos, no nos quedó otra opción más que regresar por la ruta unos kilómetros hasta el otro destacamento. Por fortuna, al llegar a ese lugar vimos que estaba abierto, pero ya eran pasadas las 21, y por supuesto no había nadie que nos recibiera. El silencio y la oscuridad reinaban.
Esperamos un rato y nadie salía a nuestro encuentro. Aparcamos en lo que creíamos el estacionamiento. El grupo de la jeep salió a explorar linternas en mano para buscar un lugar donde acampar. El grupo del Astra en cambio, decidimos ir hacia la única casita lejana desde donde partía un poco de luz. La elección fue correcta ya que como respuesta a nuestros poderosos haces de luz salió una muchacha, iluminándose con la débil lumbre de un celular.
Su nombre era Malvina y nos dio la bienvenida al parque Pilcomayo, siendo una de las cuidadoras del lugar. Me pidió solo un favor, que no iluminara tanto con mi linterna ya que era muy potente. Me costó comprender el motivo del pedido, pensé que no molestábamos a nadie en estas soledades con nuestra luz, pero luego, al rato de conversar con ella, me interiorizó sobre la gravedad de un problema que enfrentan en ese parque: la actividad de cazadores furtivos, quienes por la noche frecuentan armados el territorio para cazar pecaríes, corzuelas o todo lo que se mueva.
Al rato llegaron los muchachos que estaban recorriendo por otro lado y nos presentamos todos. Al conversar, supimos que Malvina conocía a nuestro compañero Emmanuel, evidentemente el mundo de los guardaparques es muy pequeño y todos se conocen. Le contamos decepcionados lo que nos había pasado en Estero Poí, pero nos tranquilizó diciendo que los guardias de ese lugar cierran de noche por un tema de seguridad. No era cierto lo del camino intransitable, eso lo ponían para que nadie pase.
Más tranquilos, le preguntamos si podíamos hacer las carpas allí por esa noche. Con gran amabilidad Malvina nos acomodó al lado de la oficina de ellos, nos mostró el baño, la ducha, y nos hizo la gentileza de proveernos de electricidad desde la oficina. Nos pidió por último que hiciéramos silencio ya que había otro acampante a unos metros de allí. Entonces gire la vista y vi como a 30 metros un vehículo rojo, un escarabajo, con una carpa en el techo.
Armamos así nomás nuestros toldos, rompimos una bombita, nos disgustamos por el uso de las linternas, y por fin nos instalamos. El espíritu del grupo no había decaído pero debo decir que fue el momento de mayor contrariedad y fastidio, ya que nada había salido como estaba previsto, se nos había consumido el día completo, y no estábamos en Estero Poi.

Pero ese estado de ánimo estaba abonado por otra novedad. Los caminos a la estancia Los Picazos, que era el destino que preveíamos para el final del viaje, estaban esos sí intransitables por las lluvias, según le acababa de confirmar a Walter el encargado de ese lugar. Eran demasiadas cosas negativas para un mismo día, mejor dormir y empacar todo al día siguiente. Con la luz del día todo se vería mejor. Se cenó salamín con tomate, queso y alguna otra cosita que por allí quedaba y cada uno a su carpa. Buenas noches para todos.

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 5

Miércoles 28/06.
Fue un despertar y ponerse las botas para aprovechar el amanecer que veíamos filtrarse por entre las hileras de árboles y palmeras. Hicimos una velocísima mateada con galletas y dulce antes de salir. El lugar era muy amplio, muy verde, aunque se vestía por el momento de azul por la luz de la mañana. Un perro ladraba y ladraba, era a nosotros que estábamos en ajetreados preparativos. Lo busqué y lo encontré atado al escarabajo rojo, el auto que estaba estacionado a pocos metros con la carpa sobre el techo. Me llamó la atención ver que ese vehículo tenía un mapa de América grabado en el capot, como si fuera ese VW un viajero del continente.
Botas calzadas y salimos a la pasarela de la Laguna Blanca. Entramos al estero y a través de las enormes hojas que nos rodeaban y nos tapaban, tan altas eran, veía los tonos azul-rosado de ese amanecer y me maravillé como siempre, ya que cada amanecer llena el interior de esperanza, de vida nueva. Me esfuerzo siempre para que ese momento no sea tan fugaz, allí está la existencia, lo real, aquello que nos supera y nos contiene, un nuevo amanecer, un nuevo día en la vida.



La actividad era febril, muchas corbatitas, angús, boyeros, ictéridos de todo tipo, rállidos que se movían por doquier.
Estaba encantado con ese estero, pero sabiendo que la laguna estaba al final de esa muy bien armada pasarela me adelanté al grupo para ver el amanecer allí, antes de que el sol se eleve demasiado. Caminé a buen paso para llegar al espejo de agua y me sorprendió la aparición de un individuo que venía en sentido contrario, cámara fotográfica en mano. ¿Era posible que hubiera un visitante allí, en un lugar tan apartado, tan temprano? ¿De dónde había salido? Al cruzarme con él lo saludé con un amable buen día, como es común hacerlo cuando uno cruza a alguien en estos solitarios lugares. Aguardaba ese cordial saludo de respuesta pero a cambio de eso encontré una mirada esquiva y un silencio. Sólo en el último momento casi al pasar por mi lado hizo un gesto con la cabeza, más porque no le sacaba la vista de encima que por amabilidad. Era un hombre joven, de barba colorada, con los brazos tatuados. Tal falta de cordialidad me contrarió. Noté alguna molestia en su mirada. Pensé que tal vez le enfadaba encontrarme a mí en este paradisíaco lugar, con el amanecer de ensueño, digno del país de las maravillas, donde él se sentía el único privilegiado en disfrutarlo y yo me aparecía de golpe.
Decidí olvidarlo pronto y seguir mi camino. Llegué por fin a la laguna y me quedé inmóvil contemplando la luminosidad dorada que se elevaba por el oriente. El color oro lo teñía todo, el agua, los lejanos palmares, las nubes. Los rayos se filtraban entre los resquicios de las alturas dando más sensación de poder al sol que iluminaba. Bajé luego la vista y me concentré en el agua. Tenía un movimiento constante en sucesivas ondas provocadas por el viento. Me fui debajo de una “pagoda” de madera, muy bonita que semejaba a una confortable cabaña junto al agua. Me senté en el borde y dejé que mi vista descansara sobre el movimiento del agua. Haciendo eso por un par de minutos, relajando el cuerpo y vaciando la mente, se logra la sensación de movimiento. Viví ese instante como si viajara a través de la laguna, tan clara como el cristal, tan serena donde hasta el tiempo parecía no transcurrir. Luego de ese necesario relax, que duró varios minutos levanté mi vista y comprobé que el momento dorado había pasado. Ahora ese tiempo volvía a ser azul, el cielo se mostraba cada vez más atrevido entre las pocas nubes que ya quedaban. Las aves se movían cada vez más, un yacaré a lo lejos avanzaba despacio. Llegaron en breve mis amigos. Me convidaron una manzana como para reforzar el desayuno. Estuvimos todos un largo rato frente a la laguna, contemplando agua y vida.





Cuando se acercó el mediodía regresamos adonde habíamos armado, así nomás, las carpas. Ahí me di cuenta quien era el maleducado. Era el dueño del escarabajo rojo, quien viajaba con su mujer y el perrito. Los muchachos comentaban que también lo habían cruzado, pero a ellos ni siquiera les dirigió la mirada, ¿Porqué esa conducta? ¿Sería con todos así, o es que lo habíamos molestado a la noche cuando llegamos? Sea ese el motivo no justifica ser descortés. Evoqué entonces a nuestro solitario acompañante en el chaco, el médico jubilado. ¡Cuánto contraste!. Era ese un tipo ermitaño que sin embargo buscaba nuestra compañía armando su carpa a nuestro lado y nos saludaba cortésmente ¿Cuantos desencuentros lo llevarían a recorrer solo y a ser tan amable? En contraposición el barbado caracúlico que viajaba acompañado despreciando nuestra presencia ¿cuántos desencuentros lo llevarían a tener esa actitud tan despreciable? Vimos finalmente que él, al igual que nosotros estaba levantando sus cosas, se marchaba del lugar, pero no imaginaba que nos volvería a ver pronto.
Volvimos a recorrer el camino por el que ayer anduvimos y llegamos al destacamento Estero Poí. A esa hora, casi el mediodía, la barrera estaba levantada. Nos adentrábamos en un ambiente muy diferente: grandes planicies cubiertas de pastizal y salpicadas por doquier por palmeras caranday. Ya desde este momento y entusiasmados por el logo de este Parque Nacional Pilcomayo, empezábamos a aguzar la vista en busca del aguara guazú. Cuando arribamos al centro de visitantes, nos recibió con gran cordialidad uno de los guardaparques del lugar, a diferencia de nuestra recepción anterior en el PN Chaco.
Aquí el sector camping era más pequeño y tal vez por eso menos vistoso que el del Chaco. Pero tenía un atributo que lo balanceaba a su favor, había, ahora sí, agua caliente.
Mientras bajábamos nuestros bártulos ¿a que no saben quién llegaba para acampar allí? Acertaron, el caracúlico. Como el lugar era pequeño se dio cuenta de que nos tendría que bancar sin remedio y como no podría ser de otro modo, hizo un derrape con su escarabajo, dio la vuelta sin detenerse y se marchó quien sabe dónde. Fue una suerte no tenerlo a menos de cien kilómetros a la redonda.
Procedí entonces al estudio del terreno. Para elegir el lugar donde hacer la carpa evalué los siguientes tópicos. Primero que tuviera sombra. Había bastante no era ese un problema. Luego la elección de la elevación del terreno: había que evitar hacerlo en una depresión por lo tanto elegí una pequeña loma que me pareció suficiente para evitar un anegamiento si llovía mucho.
Les cuento un detalle al que debía yo prestar especial atención: el clima. Había leído que los días de lluvia el camino de acceso por el que entramos se tornaba intransitable. Incluso un cartel en el acceso advertía esto a los conductores: “si llueve fuerte ¡regresad!” Era cuestión entonces de esperar y confiar en que el clima se mantendría sin precipitaciones. Por último, debía ver si el terreno era liso, sin salientes ni imperfecciones, en eso fallé como ya verán.
Terminado el estudio del terreno armé mi iglú, a pocos pasos estaba la de Martín, más profundo en el follaje la de Walter y más cerca del fogón la restante.
Ya estábamos instalados. La temperatura de ese mediodía era cálida pero agradable. Pero como siempre yo me acaloro bastante en el armado de la carpa, tomé mi toalla y jabón y me di una ducha refrescante.
Cuando volví estaba preparado el almuerzo. Para mi desazón mis compañeros habían decidido almorzar solo frutas, ya que había cantidad de sobra de estas, y con el paso de los días estaban al límite, se las debía comer ahora o tirarlas al otro día. Como mi apetito estaba en altos niveles, mi estómago se insubordinó ante la vista del frugal almuerzo. Recordé entonces que todavía me quedaba una lata grande de sardinas en mi bolso y había pan y tomate. Me comí dos sándwiches con esos elementos y fue reparador. Ofrecí prepararle un bocado a alguien que quisiera pero todos negaron el ofrecimiento.
Terminado el almuerzo, limpiamos los utensilios y nos pusimos a contemplar el sitio. La tarde era muy calma, el sol en lo alto iluminaba todo aclarando con su fulgor la tierra casi blanca de ese lugar. Los insectos pululaban todo el tiempo. Las abejas formaban enjambres enormes ante un resto de fruta que quedó inadvertido sobre la mesa. Algunos compañeros salieron a esa hora a recorrer un sendero. Yo preferí recuperar un poco de sueño y me fui a descansar a la frescura de mi choza, bajo la sombra.
Fue una hora de siesta tranquila hasta que, seguramente por darme vuelta muy rápido, el colchón inflable se comenzó a desinflar velozmente, hasta despertarme completamente sobre el suelo de la carpa. Levanté el colchón que ahora solo era una capa delgada de goma, y ví que una diminuta pero filosa espina había atravesado el material aislante de la carpa y había hecho un agujero pequeño en mi colchón. Mala inspección del terreno, me dije. Tuve que buscar un parche. Osvaldo me ofreció uno autoadhesivo que venía junto con su colchón. Le agradecí y fui a probarlo, lo pegué en el agujero y volví a inflar el colchón después de media hora. A la noche se vería si el parche aguantaba.
Caía la tarde y nos fuimos a una salida crepuscular. Al lado del centro de visitantes, las charatas caminaban en grupos de varios individuos. Atravesamos el primero de los esteros, que es el Catalina y luego seguimos por el camino. Ya con las últimas luces llegábamos a un monte que lo habían bautizado como mirikiná. Allí es donde, si teníamos suerte, se verían los monitos mirikiná o monos de noche. Empezamos a caminar y a los pocos minutos los vemos, bien en lo alto. Era un conjunto de seis o siete individuos. Estos hermosos y tranquilos primates nos contemplaban desde las ramas, con los ojos enormes fijos en nosotros, seguro sorprendidos nuestra presencia allí. Éramos un verdadero espectáculo para ellos. Estuvimos un largo momento, compartiendo el monte los dos grupos, los mirikiná y nosotros, conociéndonos, escrutándonos, ellos se dejaron reconocer y nosotros éramos inspeccionados por ellos también. Luego de un buen tiempo, los monitos siguieron su camino. Al fin de cuentas debían continuar la búsqueda de su comida. 




Ya no quedaba luz, nos fuimos en la más completa oscuridad a recorrer el monte y llegamos hasta el mirador. La visión de cientos de palmeras moviéndose suavemente entre el firmamento estrellado, iluminado por esa suave luz espectral, es de esas sensaciones trascendentales, uno sólo agradece a la vida estar allí, en ese silencio, en esa soledad, en esa paz. Es cuando resurge esa inquietud tan conocida, que busca respuesta y pocas veces la encuentra, pero a la que nos acercamos en momentos como estos: es nada menos que saber cual es el verdadero propósito de la vida.
Volvimos luego lentamente. Iluminamos el camino en busca de alguna señal del aguará guazú, pero no lo encontramos. 
Llegamos al camping y Guille se fue a preparar la comida. Martín y yo nos quedamos para darle una mano. El resto se fue al camino de entrada a seguir la búsqueda del aguará.
Comenzamos por juntar algo de leña para hacer el fuego. Fuera de la zona de luz que proyectaba la única bombita que quedaba y que estaba en la zona del fogón, era imposible ver nada. Por tal motivo le dije a Guille que ya volvía, que iba hasta mi carpa a buscar la linterna. Busqué mi iglú en la oscuridad y me acerqué a tientas buscando con mi mano el cierre del mosquitero, lo encontré y lo abrí para buscar el bolso. Introduje la mano en él y tomé la linterna.
Fue entonces cuando sentí en mis piernas las picaduras.
Primero una, luego casi al mismo tiempo la otra, de golpe docenas de ellas y patitas subiendo por mis piernas. Con la linterna iluminé el piso y lo que vi me espantó. Estaba parado sobre un torbellino de hormigas que se movía a increíble velocidad, integrado por incalculable cantidad de ellas y estaban todas bajo mi carpa, parecía que brotaban bajo ella. A cualquier cosa que encontraban en su camino se subían. Y yo estaba sobre ellas. De un salto eché a correr, sentía sus agujas por todo el cuerpo, mientras corría sentía como subían, iban tan rápido que alguna ya estaba mordiéndome en mi axila izquierda. No pensé en otra cosa que en sacarme violentamente todas mis ropas. Y eso me dispuse a hacer, pero no podía desnudarme en el suelo del monte porque en la completa oscuridad no podía ver donde terminaba el torbellino, además de las recordadas espinas que atravesaban carpas. Necesitaba buena luz y un suelo liso. El vestuario era el único lugar salvador. Llegué con lo justo allí y no me alcanzaban las manos para quitarme todo. A medida que lo iba haciendo las hormigas volaban por todas partes. Luego de estar sin ropas pude ver a las más resistentes aferradas a mi piel, tuve que quitarlas una por una hasta quedar liberado de ellas. Las baldosas del vestuario se llenaron de las hormigas que me saqué de encima, y ahora pululaban por todo el suelo en busca de una nueva víctima. Sacudí mis ropas, me calcé y me vestí de nuevo, por suerte ya aliviado. Afortunadamente esas mordeduras no dejaban aguijones ni molestias posteriores.
Volví repuesto a ver con detenimiento hasta donde llegaba esa marabunta y sobre todo a advertir a mis compañeros, ya que sospechaba que todo el sector estaría atacado por ese diminuto ejército. Iluminando con mi linterna más potente llegué a mi iglú y ví que el demoníaco torbellino formaba un círculo de unos tres o cuatro metros de diámetro aproximadamente y parecían desplazarse, aunque todavía el epicentro de esa espiral parecía situarse bajo mi choza. Una terrible duda vino a mi mente ¿esa elevación sobre la que armé la carpa, sería un gigantesco hormiguero y a la noche saldrían sus ocupantes a vengarse del atrevido que se posó sobre su hogar? Me acerqué zapateando hasta mi toldo y vi que una gran araña estaba tratando desesperada de ingresar adentro con el fin de refugiarse de las hormigas  ( por suerte la carpita estaba bien cerrada). Curiosamente estas no se subían a la tela de la carpa. Tal vez el material no fuera reconocido por ellas. Yo las observaba mientras bailaba el malambo, dejar los pies un segundo en tierra era permitir que se subieran a mi cuerpo nuevamente.
Pero estaba allí porque tenía que desplazar mi choza, ante la duda de saber si abajo estaba el hormiguero. Aflojé las estacas y arrastrándola la llevé a un lugar sin hormigas. A los pocos minutos observamos con Martín que la colonia se dirigía hacia su carpa. De nuevo bailando el malambo desplazamos la carpa de Martín lejos de ellas.
Pronto nos dimos cuenta de que esa marabunta se desplazaba, muy lentamente, por todo el monte. Era una colonia de hormigas errante, que vagaban por todo el territorio en busca de presas en el camino. Por donde pasaba ese círculo devastador huían grillos, sapitos, arañas y otros. La actividad de esa turbonada duró un par de horas. Recorrió todo el sector por donde estábamos y se internó en el monte. Ni esa noche, ni la siguiente volvieron a aparecer.
Recuperada la tranquilidad en el campamento, el resto del grupo regresó sin suerte con el aguará, ajenos totalmente a la batalla que libramos con ese ejército superorganizado.
Guille terminó de preparar el arroz que estaba exquisito. Lástima que no pude ayudarlo para nada porque estaba bailando como un mono para sacarme las pequeñitas de encima.

Durante la cena conocimos a Poí, que era el nombre que le puse a un zorrito que apareció y que se quedó en buen rato acompañándonos para ver si obtenía algún bocado. También nos visitó un caburé, que aprovechó para cazar algún insecto que se acercaba a la luz de la lámpara que nos iluminaba. A lo lejos se escuchaba el canto de los alicucú. Final de la cena y a dormir. Llegué a mi carpa iluminando cada metro del suelo, por si las devoradoras habían regresado. Luego me introduje en la carpa lentamente alumbrando todo por si algo habitaba adentro. Todo estaba bien. Me dispuse a tener un sueño reparador en la tranquila noche. Pero no pudo ser del todo. A mitad de la noche mi colchón se desinfló y terminé durmiendo en el duro suelo, que era duro como una roca. El parche no había aguantado. 

VIAJE CHAQUEÑO. DIA 6

 Jueves 29/06
No solo por el suelo duro no dormí muy bien. Cada tanto me sobresaltaba soñando con una multitud de hormigas ingresando a mi carpa y yo no pudiendo salir, los cierres trabados, mis gritos en la noche no eran escuchados y finalmente terminaba en osamenta dentro de la choza. Luego así me encontraban, con las falanges aferradas a los cierres.
Por fortuna no apareció ni una.
Ordené mi morada un poco, ya que en cada entrada y salida de la misma misteriosamente todo se mezclaba y se desordenaba. En ese caos buscar una media podía tomar un cuarto de hora. Finalizado el trabajo, me asomé y ya estaban en pie como siempre Osvaldo y Walter. Me fui con mi termo y mi adminiculo para calentar agua. Les preparé mate a los dos. Guille saludó con un buen día y dispusimos los dulces, los cereales, las galletitas, el café, la leche, en fin, preparamos un desayuno digno de reyes. Comprobamos con una rápida inspección que Poí había hecho de las suyas a la noche, había hurgueteado entre las provisiones del carrito y se había robado dos naranjas, que dejó tiradas por el piso, obviamente que no eran apetecibles para el zorrito. También veíamos las huellas de sus patitas en toda la mesa donde comíamos. Con Martín y Michelle se completó el plantel para el desayuno. Elevamos la vista y miramos al cielo: todo cubierto de nubes. Podía estar preparándose para llover, casi nada de viento, pero por ahora aguantaba.
Abordamos los vehículos y nos fuimos al estero Catalina a recorrer los pastizales y el palmar. Dejamos los autos en la entrada del montecito de los mirikinás. Guille y Osvaldo decidieron recorrer a pie el camino vehicular, que estaba cerrado por estar intransitable por el barro. Nos generó dudas si era ese el verdadero motivo para que lo hayan cerrado, ya que todo lo que veíamos estaba seco. Ese camino se internaba en el palmar, recorría una distancia de 11 km hasta llegar al Rio Pilcomayo, que según decían estaba muy bajo y era posible cruzarlo a pie, llegando al Paraguay.
Ingresamos al montecito, vimos para nuestra sorpresa por segunda vez a los monitos miriquiná. Nos quedamos un buen tiempo junto a ellos, nada más conmovedor que compartir esa arboleda. Nos miraban con atención pero lo más encantador era que parecía gustarles que estemos allí. De alguna forma creo yo que para ellos éramos compañía, que no se sentían amenazados, que confiaban en que no los dañaríamos y de alguna forma nos sentían hermanos de su especie. Por supuesto que se mantenían a distancia segura pero se notaba curiosidad más que temor en su mirada.

Después de estar con los monitos me fui al mirador que está al lado del estero Catalina. Desde allí se podía ver el círculo inmenso de palmeras que rodeaba la zona baja del estero, lo que demostraba bien claro que donde el terreno era anegadizo no crecían las palmeras y si la vegetación acuática. El terreno más elevado lo colonizaba el palmar.

Al detener la mirada en cada palmera veíamos que su corteza estaba negra hasta el metro y medio de altura. Esto nos revelaba una historia. El fuego consumía frecuentemente el pastizal, el que a cabo de un tiempo se regeneraba. Sin embargo, la estructura del tallo de la palmera era resistente al fuego, por lo tanto solo se quemaba la parte externa quedando la palmera inmune al fuego. De tal forma ese paisaje se mantiene igual por milenios, el fuego controlaba el pastizal para que no crezca mucho y las palmeras puedan así mantenerse libres del mismo.


Estando parado ahí, en medio del palmar, escuchaba el martilleo de los carpinteros. Vi a lo lejos un planeador, que al principio lo imaginé un guaicurú pero su vuelo era indudablemente del gavilán.
Regresé casi al mediodía hasta la entrada del montecito a cebar mate. Volvieron de su exploración Guille y Osval quienes dijeron que el camino estaba en perfectas condiciones. ¿Por qué lo habían cerrado entonces? Arriesgamos varias hipótesis. Yo pienso que el problema era el peligro que representaban los cazadores furtivos que cruzaban el Pilcomayo y buscaban presas en el PN. Nos dijeron que es frecuente escuchar disparos, sobre todo por la noche. No encontraba otra razón para vedar el paso de un camino de 11 km por el interior del parque. De todas formas la que yo sugería era una razón válida, pues en esa zona de frontera el riesgo de los cazadores es real.
Al poco rato una parte del grupo avistó una pareja de monos carayá. El macho parecía tener el pelo colorado. Surgió la duda de si era el mono colorado, cuyo hábitat está en el sur de Brasil. Quedó para después la confirmación este avistaje.
Mientras regresábamos al camping en el auto, con Martín y Michelle nos preguntábamos que haríamos al día siguiente que, ya que el viaje a Los Picazos se había cancelado por el estado de los caminos. Como se había propuesto ir hacia el PN El Palmar, nos dijimos que el Parque Nacional Pilcomayo donde estábamos era un lugar que merecía ser recorrido un día más, y era mucho mejor que el PN El Palmar, por lo que la idea que teníamos nosotros era quedarnos allí todo el viernes. Se lo plantearíamos al grupo a ver que se decidía.
Regresamos al camping al mediodía. Me di el segundo baño reconfortante. Almorzamos fideos con salsa, luego me puse a lavar un poco de ropa. El día anterior había hecho lo propio, pero noté que casi nada se secaba allí. Decidí entonces no usar el tendedero que estaba a la sombra y esparcí la ropa sobre la mesada de las piletas, donde el sol que a esa hora del mediodía asomaba podría hacer algo por secarlas.



Me dispuse luego a reintentar emparchar de mi colchón. Había traído entre mis cosas unos pedazos pequeños de un viejo colchón inflable de otros tiempos, que suelen servir de parches. Lo que necesitaba era pegamento, el que yo tenía estaba seco ¿ quién podía ayudarme? Guille. Acudo a él y por supuesto tenía tres tipos de pegamento. Usé el Poxirán que me parecía el más indicado. Pegué el parche en el colchón, le puse una piedra como peso y a esperar que no falle. De este recurso dependía tener o no una noche placentera.
Cuando volví para dejarle el pegamento a Guille, lo encontré trabajando en el motor de la camioneta, pude ver como este conocedor de mil cosas ajustaba la correa del motor que chirriaba fuerte cuando le daba arranque. En un santiamén hizo desaparecer ese ruido. Me sorprendió la cantidad de llaves que tenía en una carterita.
Para esa noche estaba con ganas de cenar algo más cumplidor, pensé en hacer algo a la parrilla. Un par de pollos sería lo ideal. Volví a lavar algo de ropa que me quedaba y al terminar ví que Guille había instalado su reposera apuntando al monte, prismático en mano, dispuesto a observar según decía lo que por allí pasara. Por allí también estaban los muchachos siguiendo a esa hora a la lagartija chaqueña.
Serían las cuatro pasadas cuando le digo a Martín que me iba para el pueblo a comprar unos pollos. Se ofreció a acompañarme y salimos. Vi que Guille hablaba con el guardaparque Manuel, quien me recomendó un lugar donde comprar. Guille me dijo que estaba tratando de comunicarse con el PN El Palmar, pero era imposible.
Partimos con Martín hacia el pueblo de Laguna Blanca en busca de la comida para la noche. Esta pequeña ciudad queda a 5 km del destacamento Poí. Es un pueblo con aires de pequeña ciudad provinciana. Sus calles son mayormente de tierra, pero posee sus principales pavimentadas y un centro bancario y comercial bien desarrollado. Por sus calles pululan cientos de pequeñas motos de baja cilindrada. Este es el vehículo elegido por la gente para movilizarse, ya que se nota que el transporte público si bien existe, es muy exiguo en los servicios. Paramos en el lugar indicado por Manuel, era un pequeño supermercado. Compramos papa y huevos que me pidió Guille y en el sector carnicería pedí dos pollos. El hombre que atendía me trajo dos piedras con patas. Eran dos pollos ultracongelados. Le pregunté si tenía frescos y me dijo que no. Yo miré la hora y eran casi las cinco. Pensaba ponerlos en la parrilla en un par de horas, no iba a ser fácil descongelarlos tan rápido. Le agradecí y salimos a buscar pollos frescos por otro lado El polvo amarillento de la tierra formoseña se acumulaba en cada rincón de la ciudad, a esa hora se movía todo el mundo, los chicos salían del colegio, la gente habría los comercios y nosotros buscábamos alguna carnicería. Las que encontrábamos eran siniestras, oscuras, en casas viejas. No nos daba confianza entrar, hasta que dimos con una que nos pareció la mejor. Entramos y el hombre no vendía pollos, pero nos mandó a un lugar que vendía únicamente productos de granja, pero para llegar allí tuvimos que cruzar todo el pueblo, atravesando el centrito. Al llegar encontramos los pollos, no estaban frescos pero tampoco del todo congelados, ya habían sido sacados de freezer hacía algunas horas. Nos sorprendió lo barato que eran, es más, toda la comida que compramos en el pueblo era de muy bajo valor comparado con el que pagamos en casa.
Volvimos al destacamento con nuestra preciada carga. Embolsé los pollos y los dejé adentro del vestuario, a salvo de las manos y dientes rápidos de los habitantes del monte.
Salimos con Martín en una última recorrida por el estero Catalina. Hicimos a pie una gran parte.
Con la llegada de la noche todos volvimos al camping. Juntamos leña con Martín y asamos los pollos. Luego Guille preparó la ensalada de papa y huevo. Cenamos opíparamente y de nuevo nos visitó Poí. También apareció un perro atraído por el olor a carne. Pero el zorro lo alejó con gruñidos feroces. El perro desistió y se alejó a pesar de que doblaba en tamaño al zorro. Como premio, Poí dio cuenta de las sobras de esa noche.
Le comentamos al grupo que preferíamos quedarnos allí, en PN Pilcomayo, el día de mañana antes que ir a El Palmar, ya que estábamos a gusto en un lugar tan lindo y sin gente. Que tal vez Entre Rios fuera un loquero, además allá en cualquier momento podríamos ir, pero aquí no sabíamos si volveríamos. Proponemos partir el sábado temprano. Osvaldo dijo que era demasiado manejar 16 horas, dijo que se puede hacer, pero nos dejó pensando si sería seguro.
Al término de la cena salimos a hacer la última recorrida esa noche, en busca del aguará. Pero este cánido no se mostró y para nuestra frustración, no lo veríamos en el resto del viaje. Volvimos un tanto descorazonados y fuimos a descansar.

El parche aguantó bien y dormí plácidamente…hasta las tres de la madrugada. A esa hora me despabiló un gran escándalo en el camping. Oí pisoteadas y resoplidos casi al lado de mi cabeza, sentí un hocico respirar furiosamente, seguramente olfateándome a mí mismo a través de la tela de la carpa. Animales de gran porte y en un gran número rodeaban las carpas y recorrían todo. Una manada de pecaríes, probablemente de collar, inspeccionó el lugar con un batifondo terrible. Martín quiso asomarse a verlos y huyeron despavoridos. Giré mi cabeza y caí de nuevo en un sueño profundo, feliz de estar allí, mientras eché mi última mirada a un cielo cargado de nubes.