Desayuno buffet
El
jueves 30 nos despertamos a las siete.Teníamos que ir a desayunar exactamente
a las ocho. Cuando asomé al nuevo
día me llené de amargura por el panorama que veía. En vez del día radiante que
esperábamos, seguía lloviznando, todo estaba brumoso. Bajo la tenue lluvia miraba el cielo gris,
la ciudad gris, los autos que pasaban por la ruta haciendo el característico y
odioso sonido de neumáticos rodando en lo mojado. Frente a mí estacionó un
camión que traía la carne para el negocio de José. Un hombre bajó una media res pasando muy cerca mío, tambaleando por el suelo húmedo y por el peso de media
vaca sobre sus hombros. Por suerte
apareció uno de los amigos y me hizo una seña, podíamos desayunar ya mismo, cuando aún no
eran las ocho. Nos sentamos. El desayuno era buffet,
había alfajorcitos de maicena y facturas varias. Un buen café con leche
caliente y esos bocados le mejoran el ánimo a cualquiera.
El Bajo Giuliani
Nada
más faltaba. Los bolsos estaban en el auto, retiramos las milanesas de la
heladera, agradecimos por la atención brindada y nos pusimos en marcha. La ruta
a seguir era la 35 con dirección sur para llegar al Parque Luro, a casi 30 km
de Santa Rosa. Al dejar la zona urbana, la ruta iba quedando inmersa en la
niebla. La visibilidad se reducía kilómetro tras kilómetro.
Atravesamos
un espejo de agua llamado el Bajo Giuliani. Vimos en él la sobrecogedora imagen
de la nostalgia: un conjunto de árboles sumergidos con sus ramas oscuras
sobresaliendo como ateridos brazos de las aguas plateadas y tras ellos el horizonte
difuminado por la niebla que todo lo abarcaba. Nos gustó mucho a todos
contemplar esa imagen, por desgracia no pudimos detener la marcha ya que estábamos
sobre un angosto puente y a esa hora el tránsito era fluido. Nos conformamos
entonces con retener esa conmovedora visión para que perdure por siempre en
nuestras mentes.
Parque
Luro
Ibamos
contemplando el paisaje, que se llenaba de árboles por todos lados. El caldén
se hacía presente con todo su esplendor. A los costados de la ruta se podían
ver los carteles que trataban de crear conciencia sobre la importancia de esta
especie arbórea: “Ud está transitando por un bosque de caldén que es único en
el mundo”. Ya debo decir que en Santa Rosa casi la mitad de los comercios
(hoteles, restaurantes, parrillas, talleres mecánicos, farmacias) se llaman Caldén
o Los Caldenes, por lo tanto los pobladores locales homenajean a su modo a
este árbol.
Así marchando, llegamos casi a las nueve a la puerta de entrada del Parque Provincial Luro. Este lugar primero fue parte del territorio de los tehuelches y de los ranqueles, luego fue una estancia que perteneció a Pedro Olegario Luro, quien creó un coto de caza en él, donde se cazaba ciervo colorado y jabalí, especies introducidas a tal fin. Por lo que veíamos íbamos a ser los primeros visitantes del día. Puntualmente los guardaparques, con armas en la cintura, nos abrieron las puertas. Luego de registrar nuestra entrada empezamos a recorrer por la derecha y fuimos hacia el sendero de la laguna.
Allí
nomás avistamos los primeros ciervos, un formidable macho con una cornamenta
llamativa atravesó corriendo nuestro camino. Descendimos de los autos y recorrimos todo el
sendero. Vimos la laguna, la que comprobamos que era de una salinidad muy alta.
Me pegué un buen resbalón y caída en el terreno fangoso. Pudimos ver en el
recorrido un gaucho común, escuchar no muy lejos un caburé, ver grandes bandadas
de coscorobas atravesar la mañana brumosa y un grupo de patos gargantilla casi
inmóviles en medio de la laguna.
Algarrobo |
Gaucho común |
Coscorobas |
Jerarquía entre calancates
Salimos finalmente del sendero de la laguna, continuamos desplazándonos por el camino asfaltado hasta llegar al museo
del castillo. Encontramos sobre un árbol, bastante arriba, a una pareja de calancates común.
No se molestaron por nuestra presencia. No sabemos si era una pareja pero lo cierto
es que uno de ellos estaba subido a la punta más alta del árbol y el otro a
pocos centímetros de él parecía querer desplazarlo de su jefatura. El de la
cúspide defendía a picotazo limpio su lugar de privilegio y el de abajo no se
resignaba a su papel de segundo en esta jerarquía. Una vez que se
volaron los calancates me fui a contemplar el castillo.
El
castillo
Esta construcción era el centro
social del coto de caza, construido por Pedro Luro. Para ese momento el cielo
se veía nublado, pero la niebla se había levantado definitivamente. Las nubes aparecían
mostrando sus contornos, su acostumbrada fisonomía de algodón. Todavía no se abría
paso el cielo azul pero la claridad del mediodía iba aumentando, lo que nos
alegró ya que alejaba toda posibilidad de lluvias y permitió hacer mejores
tomas. El castillo que ahora contemplamos fué reformado hace ya un tiempo, antes de su
restauración el techo era de pizarra y había un ala construida con
estilo normando.
Caminé por la escalinata de acceso, le tomé varias fotos a sus balcones y a su particular escudo. Luego dí la vuelta por la magnífica construcción y me fui a la parte de atrás, donde continuaban los jardines. Contemplé la pileta, completamente circular, el ranario y la sala de calderas. Desde esta perspectiva pude tomar lindas fotos del castillo con un bello fondo de nubes.
Ñandú y el baño de las cotorras
Finalizada la sesión de fotos nos fuimos a buscar un lugar para almorzar. Y que mejor sitio que la zona del camping. Había allí una buena cantidad de mesas y por suerte casi ninguna persona. Trajimos las milanesas, hicimos sándwiches con tomate y sobró una buena cantidad para la cena. Pudimos disfrutar de una linda sobremesa viendo la lucha de dos especies por comer los restos: los renegridos y las cotorras, con total predominio de estas últimas.
Estábamos comiendo la fruta cuando uno de los integrantes del grupo dice que vió un Ñandú. Salimos a buscarlo y vimos que eran dos. Estuvimos un largo
rato fotografiándolos.
Al volver a buscar los autos puede contemplar como se daban un baño un grupo de seis o siete cotorritas, flanqueados por sus enemigos de comida los señores tordo renegridos.
Al volver a buscar los autos puede contemplar como se daban un baño un grupo de seis o siete cotorritas, flanqueados por sus enemigos de comida los señores tordo renegridos.
Los inambúes no salen desde un techo.
Continuamos. Dejamos los autos al lado del museo San
Huberto dispuestos a recorrer el sendero del bosque. Uno de los muchachos nos dijo que se
quedaba porque quería preservar sus pies para el día siguiente. Se adelantaron
los muchachos comenzando la caminata por el sendero, yo me llevé uno de los handy
para probarlos a la distancia con el que se había quedado cerca de la
camioneta.
Comencé a marchar, apuntando hacia el sendero, y de golpe escucho un sonido de fuerte aleteo, un gran batir de alas. Giré la cabeza y ví salir un ave mediana volando desde el techo del museo, describiendo una parábola en el aire y aterrizando a veinte o treinta metros de distancia. No repuesto de mi sorpresa ví salir una segunda ave, seguramente de la misma especie que la anterior. Lo curioso es que nuevamente partía desde el techo del museo y se volvía a perder en el bosque.
Remonto luego el sendero hasta encontrarme con un compañero bastante conocedor de aves, le cuento lo que ví, le dije que me parecía un inambú, pero este amigo me dijo que es imposible que un inambú saliera del techo de un museo.
No pude aportar más datos de la especie además del sonido de batir de alas que comenté. Seguimos caminando y llegamos a un descanso, en el punto más alejado del sendero, al lado de una laguna. Allí decidí probar el alcance del handy lo llamé al amigo que se había quedado cerca del museo. Me dijo que todo estaba bien y que había visto dos martinetas.
Nos pareció fantástico por él y nos quedamos en el sendero buscando aves. Llegamos a un lugar donde había presencia de ellas, pudimos ver un chinchero grande, dos carpinteros campestre, el coludito copetón, la monterita doble collar y escuchamos al suirirí común. Yo me quedé un buen rato tratando de fotografiar a unos cortarramas quienes volaban constantemente a través del intrincado ramaje. Parecían presas de un frenesí, revoloteaban como cumpliendo un rito, como si estuvieran danzando. A veces uno perseguía al otro hasta darle alcance y luego era el perseguido el perseguidor. Salí de mi ensimismamiento cuando me llamaron, juntos continuamos con el grupo el camino hasta llegar al punto de partida.
Comencé a marchar, apuntando hacia el sendero, y de golpe escucho un sonido de fuerte aleteo, un gran batir de alas. Giré la cabeza y ví salir un ave mediana volando desde el techo del museo, describiendo una parábola en el aire y aterrizando a veinte o treinta metros de distancia. No repuesto de mi sorpresa ví salir una segunda ave, seguramente de la misma especie que la anterior. Lo curioso es que nuevamente partía desde el techo del museo y se volvía a perder en el bosque.
Remonto luego el sendero hasta encontrarme con un compañero bastante conocedor de aves, le cuento lo que ví, le dije que me parecía un inambú, pero este amigo me dijo que es imposible que un inambú saliera del techo de un museo.
No pude aportar más datos de la especie además del sonido de batir de alas que comenté. Seguimos caminando y llegamos a un descanso, en el punto más alejado del sendero, al lado de una laguna. Allí decidí probar el alcance del handy lo llamé al amigo que se había quedado cerca del museo. Me dijo que todo estaba bien y que había visto dos martinetas.
Nos pareció fantástico por él y nos quedamos en el sendero buscando aves. Llegamos a un lugar donde había presencia de ellas, pudimos ver un chinchero grande, dos carpinteros campestre, el coludito copetón, la monterita doble collar y escuchamos al suirirí común. Yo me quedé un buen rato tratando de fotografiar a unos cortarramas quienes volaban constantemente a través del intrincado ramaje. Parecían presas de un frenesí, revoloteaban como cumpliendo un rito, como si estuvieran danzando. A veces uno perseguía al otro hasta darle alcance y luego era el perseguido el perseguidor. Salí de mi ensimismamiento cuando me llamaron, juntos continuamos con el grupo el camino hasta llegar al punto de partida.
Carpintero campestre |
Chinchero grande |
Cortarramas macho |
Cortarramas hembra |
Enigma resuelto
Allí nos encontramos con todo el
resto del grupo que estaba debajo de un caldén y tomando unos mates. Hacía ya tiempo que
la tarde estaba espléndida, el sol brillaba dando esa luz oblicua tan hermosa
que tiñe de dorado todo aquello que acaricia. Sentado en medio del grupo, el amigo que se había quedado a descansar nos muestra una foto de lo que había observado. Se trataba no de una
martineta sino del esquivo inambú montaraz, el que yo tanto había perseguido en
Córdoba. Cuando le preguntamos donde lo había visto nos cuenta que estaba en el
jardín interior del museo San Huberto. Había entrado a visitarlo y de repente vió un
movimiento en el jardín y allí estaban. Eran dos. Se acercó más, tomó la foto y en un instante estos tinámidos,
primero uno y luego el otro, levantaron vuelo pasando por encima de la pared
perimetral que separaba al museo del exterior y se perdieron en el bosque.
Fue entonces cuando por fin resolví el enigma de lo que había visto unos momentos antes. Mientras mi camarada recorría el interior de esa casona, yo iba rumbo al sendero y pasaba por el costado del edificio. Es entonces cuando ví volar a los dos inambúes, al no saber la existencia de un jardín interior, supuse equivocadamente que habían despegado desde el techo. Una gran alegría produjo en mí el enigma resuelto.
Fue entonces cuando por fin resolví el enigma de lo que había visto unos momentos antes. Mientras mi camarada recorría el interior de esa casona, yo iba rumbo al sendero y pasaba por el costado del edificio. Es entonces cuando ví volar a los dos inambúes, al no saber la existencia de un jardín interior, supuse equivocadamente que habían despegado desde el techo. Una gran alegría produjo en mí el enigma resuelto.
Halconcito
gris
La tarde se caía en picada y nos
quedaba un viaje de casi tres horas hasta nuestro próximo destino que era la zona de Lihue Calel. Teníamos la
intriga de saber cómo estaría la ruta ya que nos habían advertido sobre su mal
estado. Terminamos la mateada y fuimos a buscar los coches. Ya
todos a bordo de los vehículos
emprendimos una retirada parsimoniosa, como dándonos la oportunidad de
encontrar al cardenal amarillo.
No lo vimos finalmente, sin embargo, y ante el inevitable momento de la retirada, siempre tiene algo más para entregar cualquier sitio natural como éste. En lo alto de la copa de un árbol, para felicidad de quienes nunca lo vieron, un halconcito gris permanecía inmóvil, lo cual es su habitual conducta. Nos acercamos bastante y se quedó allí como esperándonos, para luego ocultarse dentro del follaje.
No lo vimos finalmente, sin embargo, y ante el inevitable momento de la retirada, siempre tiene algo más para entregar cualquier sitio natural como éste. En lo alto de la copa de un árbol, para felicidad de quienes nunca lo vieron, un halconcito gris permanecía inmóvil, lo cual es su habitual conducta. Nos acercamos bastante y se quedó allí como esperándonos, para luego ocultarse dentro del follaje.
Explosiva corrida
Pero en ese mismo momento, cuando
buscábamos a la rapaz entre las hojas, hubo algo que nos llamó mucho más la atención.
Un llano se extendía ante nuestra vista, el bosque de caldén dejaba un espacio vacío
para la mirada. Era un claro cubierto por un pastizal que, iluminado por
los rayos del sol vespertino, se veía color platino. Allí, a casi doscientos
metros de distancia vimos una manada de ciervos muy numerosa. Observamos la
presencia de un macho de porte formidable, quien agrupaba a su harén hacia el
centro de esa pradera. Luego vimos que había otro macho.
Con un amigo dijimos que no nos podíamos ir de Parque Luro sin una buena foto de ciervos y nos empezamos a acercar, semiocultos entre las espesas hierbas. Les tomamos algunas fotografías a la distancia y continuamos avanzando. Pero a pesar de la lejanía estos cérvidos ya nos habían visto y comenzaban a alejarse lentamente. Un paso dábamos y cuatro pasos se alejaban. Teníamos que optar por un recurso extremo y fulminante. Ibamos a entrar en el bosque que bordeaba el prado y entonces ocultos en su interior nos pondríamos a correr velozmente para sorprender a la manada por uno de los flancos.
Esto hicimos. Fuimos en cuclillas hasta el bosque y una vez dentro comenzamos la explosiva corrida. Hubo que esquivar peligrosas ramas y tener cuidado de no doblarse los tobillos ya que el suelo era blando y estaba poceado por las pisadas de los mismos ciervos. Al avanzar corriendo yo llevaba mi equipo de casi tres kilos zarandeándose en mis manos por lo que tenía que tener el triple cuidado de no caerme, no incrustarme ninguna rama en la garganta y no golpear la cámara o el lente contra nada sólido. Corrimos esos doscientos metros pero todo ese esfuerzo fue inútil, veíamos como a toda prisa se escapaba la manada. No entendíamos al principio como nos habían descubierto.
La explicación fue muy sencilla y la descubrimos al instante. Había otro grupo de ciervos descansando adentro del bosque, por donde nosotros corríamos como desaforados. Cuando nos vieron echaron a correr y alejaron con su huida a los que estaban en el abierto. Detuvimos nuestra carrera y mientras recuperábamos el resuello percibimos el fuerte olor del ciervo, estábamos parados justo en el lugar donde ese grupo había estado hacía un instante. Parecía como si estos hermosos animales nos hubieran jugado una buena broma, privándonos de su presencia, pero dejando su intenso aroma para que los recordáramos siempre. Volvimos no obstante muy contentos por haberlos visto y por estar tan cerca de ellos, subimos a los coches y nos fuimos ahora sí del Parque Luro.
Con un amigo dijimos que no nos podíamos ir de Parque Luro sin una buena foto de ciervos y nos empezamos a acercar, semiocultos entre las espesas hierbas. Les tomamos algunas fotografías a la distancia y continuamos avanzando. Pero a pesar de la lejanía estos cérvidos ya nos habían visto y comenzaban a alejarse lentamente. Un paso dábamos y cuatro pasos se alejaban. Teníamos que optar por un recurso extremo y fulminante. Ibamos a entrar en el bosque que bordeaba el prado y entonces ocultos en su interior nos pondríamos a correr velozmente para sorprender a la manada por uno de los flancos.
Esto hicimos. Fuimos en cuclillas hasta el bosque y una vez dentro comenzamos la explosiva corrida. Hubo que esquivar peligrosas ramas y tener cuidado de no doblarse los tobillos ya que el suelo era blando y estaba poceado por las pisadas de los mismos ciervos. Al avanzar corriendo yo llevaba mi equipo de casi tres kilos zarandeándose en mis manos por lo que tenía que tener el triple cuidado de no caerme, no incrustarme ninguna rama en la garganta y no golpear la cámara o el lente contra nada sólido. Corrimos esos doscientos metros pero todo ese esfuerzo fue inútil, veíamos como a toda prisa se escapaba la manada. No entendíamos al principio como nos habían descubierto.
La explicación fue muy sencilla y la descubrimos al instante. Había otro grupo de ciervos descansando adentro del bosque, por donde nosotros corríamos como desaforados. Cuando nos vieron echaron a correr y alejaron con su huida a los que estaban en el abierto. Detuvimos nuestra carrera y mientras recuperábamos el resuello percibimos el fuerte olor del ciervo, estábamos parados justo en el lugar donde ese grupo había estado hacía un instante. Parecía como si estos hermosos animales nos hubieran jugado una buena broma, privándonos de su presencia, pero dejando su intenso aroma para que los recordáramos siempre. Volvimos no obstante muy contentos por haberlos visto y por estar tan cerca de ellos, subimos a los coches y nos fuimos ahora sí del Parque Luro.
Puerta
de la patagonia
Tomamos la ruta 35 hasta Acha,
cargamos combustible a tope y emprendimos por la 152 rumbo al pueblo de
Puelches. La tarde se despedía y la luz se iba extinguiendo en la pampa.
Tal como nos habían advertido, poco a poco la ruta se comenzó a deteriorar. Los carteles no animaban mucho al conductor. Desde los habituales pero inespecíficos que decían precaución, pasamos por otros que rezaban con letra catástrofe “PELIGRO CALZADA DEFORMADA”. Piensen lo que la imaginación forjaba en nuestras mentes esa noche ante un camino desconocido. ¿Cómo estaría de deformada la calzada ? ¿Con una especie de espinazo central en forma de cresta como si circuláramos sobre el lomo de algún animal antediluviano? ¿O sería por el contrario un asfalto derretido como si lo hubiera pasado por encima un rio de lava incandescente? Lo cierto es que la ruta tenía un poco de esas imágenes de nuestra mente, pero por suerte nada tan terrible como para dejar parte de nuestra carrocería en la pampa. Decidí por precaución reducir la velocidad y bajar a 60 km/h.
Yo seguí con mi marcha lenta precautoria esquivando los pozos del asfalto. En nuestra zigzageante marcha vimos un atajacaminos y la luna como un estandarte guiaba nuestro camino.
Al pasar por la entrada del Parque Nacional Lihue Calel nos impresionaron las portentosas sombras de las sierras demarcando sus moles contra el cielo nocturno, tenuemente iluminadas por la luz de la luna.
Sentimos un cambio en el aire, nos dimos cuenta de que estábamos atravesando la puerta de la patagonia. El camino en ese momento pasó de malo a peor, agravado por las subidas y bajadas que la orografía del lugar imponía. Pasamos por el parador de las sierras que es un punto iluminado en medio de la nada y continuamos por una línea recta que parecía no tener fin.
Puelches
Veinte o treinta minutos después avistamos a lo lejos las luces del pueblo de Puelches, el verdadero centro geográfico de nuestro país, adonde íbamos a pasar las próximas dos noches. Atravesamos el antiguo puente sobre el rio Salado y entramos al pueblo, que se extendía a lo largo de la ruta. Pude ver que este pueblo es parada obligada de los camiones, varios de ellos estaban con su carga estacionados a un costado.
Veinte o treinta minutos después avistamos a lo lejos las luces del pueblo de Puelches, el verdadero centro geográfico de nuestro país, adonde íbamos a pasar las próximas dos noches. Atravesamos el antiguo puente sobre el rio Salado y entramos al pueblo, que se extendía a lo largo de la ruta. Pude ver que este pueblo es parada obligada de los camiones, varios de ellos estaban con su carga estacionados a un costado.
Enseguidita vimos a los compañeros con la camioneta estacionada al lado del parador de ómnibus. Al llegar me dicen que ya estaba todo arreglado: habían hablado con Juanita, la dueña del hospedaje donde nos alojaríamos y ya estaban ubicados en los aposentos que estaban exactamente enfrente del parador.
Se trataba de una cabaña de madera con
capacidad para cuatro personas y de una habitación donde había tres camas. El
interior de ambos lugares era muy confortable, los colchones muy cómodos y cada
cama tenia colocada dos frazadas para sobrellevar la fría noche del lugar.
Había un equipo de calefacción en la pared por si acaso pero no hizo falta para
nosotros.
En el caso de la habitación, que ocupábamos los varones que viajábamos solos, el punto débil era el baño. Parecía que se hubieran olvidado de proyectarlo y lo hubieran construido de apuro en el menor espacio posible. El inodoro casi estaba debajo del lavatorio y la cortinita de la ducha a escasos centímetros de ambos. Tal vez la ventaja era que uno podía hacer sus necesidades y al mismo tiempo afeitarse y ducharse siendo todo tan compacto. Fuera de esto el lugar estaba muy bien.
Aprovechamos y nos cruzamos a una parrilla que estaba enfrente a encargar la comida del día siguiente. Nos atendió Sonia, su dueña y nos preparó empanadas y los conocidos sándwiches de milanesas.
Esa noche los ocupantes de la cabaña, que eran las parejitas, se tuvieron que hacer cargo de la cena. Por suerte estaba la cocinita de campaña, les aporté la olla que había traído y cocinaron unos fideos con salsa fileto y salchichas que por cierto estaba de rechupete. Descorchamos un tintillo Pacheco Pereda secuestrado de mi casa y brindamos por el segundo día. Terminamos con el postre: un buen dulce de membrillo a falta del de batata. Totalmente exhaustos pero regocijados por la jornada vivida nos fuimos a descansar, soñando con lo que veríamos al otro día en el Parque Nacional Lihuel Calel.
En el caso de la habitación, que ocupábamos los varones que viajábamos solos, el punto débil era el baño. Parecía que se hubieran olvidado de proyectarlo y lo hubieran construido de apuro en el menor espacio posible. El inodoro casi estaba debajo del lavatorio y la cortinita de la ducha a escasos centímetros de ambos. Tal vez la ventaja era que uno podía hacer sus necesidades y al mismo tiempo afeitarse y ducharse siendo todo tan compacto. Fuera de esto el lugar estaba muy bien.
Aprovechamos y nos cruzamos a una parrilla que estaba enfrente a encargar la comida del día siguiente. Nos atendió Sonia, su dueña y nos preparó empanadas y los conocidos sándwiches de milanesas.
Esa noche los ocupantes de la cabaña, que eran las parejitas, se tuvieron que hacer cargo de la cena. Por suerte estaba la cocinita de campaña, les aporté la olla que había traído y cocinaron unos fideos con salsa fileto y salchichas que por cierto estaba de rechupete. Descorchamos un tintillo Pacheco Pereda secuestrado de mi casa y brindamos por el segundo día. Terminamos con el postre: un buen dulce de membrillo a falta del de batata. Totalmente exhaustos pero regocijados por la jornada vivida nos fuimos a descansar, soñando con lo que veríamos al otro día en el Parque Nacional Lihuel Calel.
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