“Acuérdate
del albatros: ¿ de donde vienen esas nubes de asombro espiritual y terror
pálido, en que ese blanco fantasma navega por toda imaginación? " ( Herman Melville. Moby Dick)
Estamos en la playa de
Punta Rasa. Hoy es domingo. Cuando me desperté en San Clemente pensé que no iba
a estar ventoso. Craso error. El viento es muy fuerte. El rio o mar, según de qué
lado se lo mire, se levanta en pequeñas barras terrosas y oscuras, las que sucesivamente
una tras otras avanzan enloquecidamente hacia la costa. Llegan cada una
formando una cresta blanquecina y al abrazar la playa esparcen un manto de espuma sobre su arena.
Pocas aves se ven en el lugar, a diferencia del sábado según cuentan los
amigos.
Xolmis no cree en la inmensidad que tiene ante sus ojos y se lanza a
correr libremente, alejando a los chorlitos que caminan por la arena. No puedo
más por el viento y me coloco unas ridículas antiparras que son para nadar pero
que me sirven para proteger mis ojos.
Seguimos caminando en el
viento. Mirando hacia el sur veo ondas doradas que se desplazan por el suelo. Es
el movimiento sinuoso de miles, y que digo miles, millones de granitos de arena
que se juntan y se mueven con un ritmo danzante sobre el suelo. En contemplar
esas sinuosidades estoy cuando creo haber escuchado un grito.
En realidad es un fragmento
de grito arrojado por el viento, casi inaudible para mis oídos, pero apenas lo
suficiente para identificar algo familiar en el timbre de la voz. Ese pedazo
suelto de sonido es la inconfundible voz de Martín. Me doy vuelta. El rugido
del viento que se filtra por los minúsculos poros de mi gorro hace
imposible distinguir lo que dice. Veo que señala algo, bien adentro del mar.
Osvaldo acude, Guillermo investiga con sus binoculares, Walter y Luciana vienen corriendo.
Yo llego al lado de ellos y miro donde ellos miran. Entonces veo a lo lejos una
silueta que se balancea hacia arriba y hacia abajo. Desaparece un momento tras
las olas y luego resurge. Se eleva unos metros y luego vuelve a bajar. Es un
albatros ceja negra.
Con solo ver ese dominio
del aire se distingue de las gaviotas que lo rodean. Vemos su vientre blanco,
su dorsal negro, su pico gigante bien amarillo. Está dando un espectáculo y nosotros
somos su auditorio, unos pobres mortales que lo contemplamos muertos de frío en
una solitaria playa. Después de cada subida a contracorriente del viento viene
una bajada en picada, para estabilizarse en forma horizontal y paralelo a las
aguas. En esa posición con un giro en el cuerpo evita que una ola toque sus
formidables alas. Tiene una extensión de más de dos metros y es tan buen
volador que parece jugar con el viento, ese azote tan hostil para nosotros. Y
es que el albatros necesita del viento, si no lo tiene se pasa horas sentado sobre las aguas a la espera de poder volar.
Esta pelágica tiene una
membrana tendinosa que bloquea el ala cuando está totalmente abierta. Por eso
no se cansa al tenerla extendida. Puede estar así por horas y es el vuelo casi
un descanso, de esta forma la distancia que recorre en busca de comida no le
exige un mayor gasto energético. En verdad el mayor esfuerzo se produce en el
despegue, aterrizaje y en la captura de alimento.
¿Y que come? Algunas especies de albatros basan su alimentación en calamares,
krill o peces. A veces capturan peces vivos, pero son también carroñeros
buscando peces muertos. Hay albatros que comen en superficie y otros se
sumergen a varios metros.
Pero lo cierto es que esta
ave formidable sigue siendo misteriosa, como lo era para los marinos que hace siglos
atravesaban los mares. Cuando en las soledades oceánicas se veía a uno de ellos
seguir a un barco, era considerado de buena fortuna. Se creía que matarlo
generaba desgracias, como cuenta Coleridge en la Rima del viejo marinero.
Este amigo albatros, porque ya lo queríamos
como tal, se queda un buen rato volando para nosotros. Continuamos nuestro
camino, volvemos a levantar la vista y allí sigue, dando acrobacias. Nos deja
el mensaje de la buena fortuna, y una advertencia para que cuidemos a todo este
mar y a las especies que en él habitan,
nos recuerda el castigo que nos espera de no hacerlo, como el del viejo
marinero con su crimen colgado al cuello.
Es uno de esos avisajes
inolvidables, y lo es aun más porque detrás de él, pero ya muy lejos, dos
eskúas vuelan seguramente tratando de robarle alguna presa a otra ave. Nos
deleitamos con su visión y seguimos avanzando por la playa, en medio de las
arenas danzantes que se mecen por el viento.
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