Tan cansado estaba que me había acostado casi con
lo puesto. Al iniciar el nuevo día me di una ducha cálida que preparó mi
espíritu y mi cuerpo para continuar reanimado el viaje.
En el sector desayunador del
hotelito nos encontramos todos los viajeros. El café con leche humeante servido
en la mesa invitaba a la charla franca y a comenzar la planificación del
recorrido diario. A nuestro lado, otros pasajeros que también desayunaban conversaban
sobre sus asuntos, cada uno en su mundo. Algunos allí estaban por ocupaciones
laborales, otros de paseo y nosotros en el universo tan simple y poco mundano
de las aves. Nuestros comentarios eran escuchados por los huéspedes casi con
extrañeza. Que distantes pueden ser las esferas de la existencia de cada ser
humano. Cuando éstas en algún lugar se juntan se tocan los bordes de sus
burbujas sin traspasarse jamás.
Una rápida preparación de los
bolsos que casi habían quedado intactos y a buscar los autos. Mientras estaba
abonando la noche en la conserjería veo que Walter y Luciana entran presurosos
de la calle con un objeto envuelto en papel blanco, mirando para todos lados
como quien está en algo sospechoso, ocultando algo. Cuando me ven, Walter se
acerca y me dice que le compraron una torta a Osvaldo por su cumple, para
festejar a la noche. Y por supuesto, no querían que el agasajado los viera para
que fuera una sorpresa.
De nuevo arriba de los autos y a
tomar la ruta. El viaje al destino de ese día sería breve. Salimos desde Concepción
y tomamos por la ruta hacia Acheral, y luego empalmamos con la ruta 307 hacia
El Mollar.
En el camino pudimos ver los campos sembrados con la caña de azúcar,
por la ruta circulaban esos vehículos siempre cargados de cañas. En un momento
vimos un remolino de tierra que se formaba por la corriente de los vientos. Era
un verdadero tornado en miniatura que en ese día soleado resultaba simpático
ver, dibujándose inofensiva esa tromba contra el celeste cielo, lejos de la
imagen terrorífica de un tornado mayor formado por feroces vientos y atrayendo
todo lo que estuviera cerca de él.
Luego de tomar una curva pudo
verse un cartel que anunciaba la llegada a la reserva Los Sosa. Durante veinte
kilómetros el camino ascendería hasta los 2000 metros.
Eran las 8:30 cuando hicimos la
primera parada para echar un vistazo a este rio de montaña: el rio Los Sosa. Caminamos un poco entre las
rocas que iban formando el curso caprichoso del rio. Las viuditas de rio no dejaban de posarse de roca en roca, atrapando en
todo momento bichitos voladores para alimentarse, pero además dibujando con
esos vuelos elásticos figuras centelleantes en el aire. Bajo la luz del sol,
sus negros plumajes despedían un brillo intenso que cuando se posaban un
instante en la roca parecían gemas que el rio hubiera lanzado sobre las
piedras.
Luego pudimos ver al arañero corona rojiza, casi imitando a las
viuditas, pero a diferencia de estas, su vuelo iba desde el agua hasta alguna
rama cercana, de allí comenzaba un descenso paulatino y luego volaba atrapando
todo lo que estaba a su alcance.
En medio de todo ese espectáculo, mariposas y
libélulas se posaban constantemente sobre las piedras y besaban de tanto en
tanto la burbujeante marea que se deslizaba entre los cientos de cantos
rodados.
Elevando la vista el cielo azul
encandilaba y podía admirarse la tupida vegetación que nos enmarcaba. Estábamos
rodeados de yungas, que son esas selvas que forestan las laderas de esas zonas
de montañas, comenzando desde lo bajo y llegando hasta un gran nivel
altitudinal.
Cuando volvíamos del rio y nos
acercábamos a un cartel indicador de la reserva, que se encontraba al lado del
asfalto, pudimos ver un yaguarundí.
Es este uno de los mayores
felinos que pueden verse allí, solo superado por el puma y el yaguareté. Su
aparición fue tan repentina y duró tan pocos instantes, que pocos de nosotros
lo vimos completo y lamentablemente ninguno lo fotografió. No obstante pude ver
con claridad su lomo pardo iluminado bajo el sol y su caminar sereno, sin
prisa, hasta desaparecer en un conducto de desagüe que pasaba debajo de la
ruta.
Las horas transcurren veloces
cuando se admira un lugar como este, y entre curvas y contracurvas que daba la
ruta, parábamos ante cada paraje nuevo que interesaba inspeccionar. De tal
forma se fue acercando el mediodía.
Se hizo una parada para almorzar
en el área de descanso, consumiendo las provisiones que llevábamos en los
autos. Al lado nuestro un cartel pedía que no se tire basura porque no había
servicio de recolección y como monumento a la estupidez el cartel lucía como un
arbolito de navidad, lleno de bolsas con basura que dejaron unos cuantos
idiotas que pasaron por allí, sin perjuicio de toda la mugre que se veía tirada
en el piso en derredor.
Por supuesto que todos queríamos
ver a dos especies en particular: el pato
de torrente y el mirlo de agua. Y
claro que no se perdía la esperanza de ver un águila poma, pero sabíamos que era muy poco probable verla, en
cambio las dos primeras eran difíciles de ver, pero factibles.
Había pasado el mediodía y a
pesar de haber buscado en cada parada y en cada bajada al río no habíamos
detectado a estas dos especies.
En un momento estábamos parados a
un costado de la ruta observando, cuando un micro de esos de gran tamaño
detiene su marcha al vernos. En letras gigantes en el costado del ómnibus podía
leerse el nombre de la empresa: “Tucan travel”. Se baja del mismo un muchacho y
se dirige hacia nosotros. Nos pregunta si habíamos visto al pato de torrente. Y
era entendible su pregunta porque llevaba en el micro a muchos turistas que
habían pagado la excursión y tenían que ver, entre otras especies claro, al
pato de torrente. Al recibir nuestra respuesta negativa, levantó sus hombros,
agradeció y con sus manos en los bolsillos regresó a su transporte. Desde
arriba del micro, varios ojos contemplaban sin que ninguno atinara a bajarse a
mirar el rio, que en ese lugar se disfrutaba majestuoso.
Las horas pasaban y el sol se
hacía sentir sobre las cabezas, así que aproveché para calzarme el sombrero que
había comprado el año pasado en Tafí y que me cubría no solo la cabeza sino además
todo el rostro y el cuello.
Volvimos a los autos y
continuamos circulando por la ruta. Los muchachos se habían adelantado y
pasaron de largo el lugar llamado Balcón de los Sosa donde yo había podido ver
al pato el año anterior. Por esa razón hice un alto en el lugar a ver si volvía
a verlos por allí. Caminamos un poco pero no estaban, aunque Michelle encontró
señales de su presencia por los obsequios que estos animalitos dejaban sobre
las rocas.
Habían pasado largamente las
cuatro de la tarde, y los avistajes ambicionados no se producían. Continuábamos
el ascenso llegando al Monumento al Indio. Esta obra fue realizada por el
escultor tucumano Enrique Prat Gay, quien denominó El Chasqui a la escultura,
representando a uno de esos mensajeros del imperio incaico que recorrían a pie
su territorio, que incluía entonces la actual provincia de Tucumán. Nosotros,
además de disfrutar esa monumental obra, nos deleitamos mirando a un nutrido
grupo de golondrinas barranqueras que
se posaban sobre unas esculturas metálicas con forma de arbolitos. Descansaban
a solo un par de metros de nosotros por lo que,
dado lo confiadas que eran, pudimos tomarle muchas fotos.
Promediaban las cinco de la
tarde. Continuábamos ascendiendo en cada curva del camino y ya de a poco iba
desapareciendo la yunga. Además, en breve se terminaría la reserva y
llegaríamos a los dos mil metros donde ya todo era pastizal y cardón. La última
oportunidad de ver al pato de torrente era ahora. Nos detuvimos en un lugar,
donde veíamos el río abajo de una barranca. La ruta daba una curva y aparecía
un puente que pasaba sobre el curso de agua. Desde allí arriba podíamos ver una
gran extensión del rio Los Sosa.
Y por fin se produjo el esperado
avistaje: vimos pasar a dos patos de torrente macho volando, siguiendo el curso
del agua. Felices estábamos en verlos, cuando a los pocos minutos vemos que uno
de ellos regresa a un lugar donde el rio daba una curva. Fuimos hasta allí y vimos
a la pareja, un macho y una hembra nadando juntos. Entonces comprendimos que los
dos primeros que vimos pasar volando eran el macho compañero de la hembra que estaba
expulsando a otro macho que invadía su territorio, o que peor, estaba
interesado en coquetear con su compañera.
Es importante decir que esta
especie es la única entre los patos que nada de esa forma, es decir, entre los
torrentes o cursos de agua rápida. Si lo vemos notaremos que tiene una cola muy
desarrollada y puede nadar perfectamente en contra de la corriente. Estuvimos
un buen rato observándolos zambullirse y durante ese tiempo pude tomarle unos
segundos de video.
La rueda de la fortuna es curiosa
para el observador, ya que a veces le toca perder una y otra vez, pero en otras
la rueda le da el premio mayor dos veces seguidas. Mientras estábamos
disfrutando de la vista de este formidable pato, apareció apostado sobre una
roca el mirlo de agua. Especie dificilísima de ver. Estas aves, al igual que el
pato de torrente, viven exclusivamente en los espacios donde los cursos de agua
corren veloces. Son únicos entre los pájaros, pues se han adaptado a buscar
comida dentro del agua. Es un pájaro gris y rechoncho, con una notable mancha
rufa en su garganta. Están totalmente adaptados al agua, sus plumas son
impermeables. Cuando salen del agua, las gotas se deslizan por el plumaje sin
mojarlo. Los mirlos de agua son muy vulnerables al deterioro de la calidad de
agua a través de diversas formas de contaminación, razón por la cual esta
especie está particularmente en riesgo debido a su reducida población dentro de
una franja restringida en Sudamérica.
Satisfechos todos los compañeros
con el registro de las dos especies difíciles pusimos marcha definitivamente
hacia El Mollar, un encantador pueblo de los valles calchaquíes, al lado del
Dique La Angostura, el de mayor altura del país. Nuestro lugar de hospedaje se
llamaba Kakan. Con algo de esfuerzo encontramos el camino para llegar allí,
entre las particulares calles de montaña de este pueblito.
Al llegar nos recibió Pupy, una
señora de unos sesenta años, quien nos
recibió cordialmente instalándonos en la amplia casa. Expuso dio unas claras directivas
y nos dejó la llave para que nos instalemos.
El anochecer llego como una
sorpresa, tan ajetreados veníamos. Pude contemplar una hora azul de las mejores
que vi en muchos años, con la vista del lago y de fondo la cadena montañosa y
las luces de la ciudad de Tafí del Valle.
Cuando nos ubicamos cada uno en
su cucheta tuve que efectuar un rápido procedimiento para sacar fuera de la
casa a una araña de respetable tamaño que estaba con su red en el ángulo de la
pared contiguo a mi cama.
Luego de unas duchas reparadoras
nos fuimos a cenar a un restaurant de El Mollar. Era sencillo pero acogedor.
Todos pedimos matambre a la pizza, que resulto ser un manjar. En el mismo
momento pedimos que nos preparen tres docenas de empanadas para llevar a la
salida del otro día. Regresamos a la casa y fue el momento de cantarle el cumpleaños
a Osvaldo, a tanta distancia de su hogar pero rodeado de los afectos del grupo.
Se cortó la torta y se brindó. Final de la jornada, todos a descansar para
tener fuerzas al día siguiente.