lunes, 31 de agosto de 2015

TRAVESIA EN ALTA MAR

En esta oportunidad quiero compartir con ustedes un viaje a Mar del Plata. 
Si, ya sé que están pensando en rajarse rápido de este blog porque piensan que voy a contarles un paseo por la feliz.
Pero déjenme aclararles que en este viaje por primera vez me interné en el mar, en esa inmensidad que desde chiquito miraba desde la arena. Seguramente para los que se embarcan con frecuencia esto no tiene nada de especial, pero para mi fue la primer experiencia en alta mar para ver a las criaturas que en él habitan y quiero transmitirles todas mis sensaciones.
   
¡Vamos entonces al relato de esta historia!

Llegada a Mardel

Después de viajar con una intensa lluvia llegamos a Mar del Plata con mis amigos Osvaldo y Martín.
La ciudad entera estaba cubierta de nubes. Como con nostalgia una bruma blanquecina escondía las altas edificaciones. 
Entramos por Constitución y luego tomamos por la costa para dejarnos prendar una vez más en la vida: el mar, el que siempre asombra a la primera mirada, nos recibía color gris plateado y, a pesar del viento intenso que golpeaba los cristales del auto, no se lo veía agitado. Lo contemplábamos sabiendo que por vez primera nos adentraríamos en él. Vimos las blancas gaviotas sobrevolar las playas desiertas. Vimos las rocas sepias desaparecer entre la bruma marina.
Arribamos al departamento, subimos por unos ascensores con vista panorámica y dejamos los bártulos en el piso,casi sin acomodar. Salimos pronto y, luego de la odisea de entender como se usaban las tarjetas de estacionamiento, nos fuimos a comer un bocado en el Burger de la San Martín, rodeados de niños con su cajita feliz ( no había mucho abierto a esa hora, serían las 16:30 hs).
Dejamos el auto en un garaje y salimos a caminar la ciudad en las últimas horas de la tarde, aprovechando que la lluvia había cesado.

La rambla desierta

Nos fuimos caminando hacia la rambla, bastante desierta y muy bella con sus baldosas mojadas por la lluvia, sin las multitudes que vemos en temporada.
No estaba ausente el viento. Lo malo es que habíamos salido con poco abrigo, sin pensar que en el cabo Corrientes el frío ventoso suele aparecer casi siempre. Las playas céntricas estaban vacías.
En el Torreón del Monje hicimos parada, y nos sacamos una foto  





Un rato después nos encontramos con Adriana. 
Ya estaba el grupo completo y comenzábamos a palpitar el viaje de mañana. 
Les cuento que si bien éramos cuatro, solo Osvaldo, Adriana y yo teníamos reservado un lugar en el barco que se internaría en el mar. En cuanto a Martín, él nos acompañaba con la esperanza de que se produjera una vacante a último momento y pudiera ingresar.
De todas formas se había traído la caña de pescar por si no tenía suerte. 
Nos fuimos caminando en silencio los cuatro por la costa hasta la avenida Colón, mirando las hermosas casas de estilo marplatense.
La tarde nublada aceleró la noche, por lo tanto terminamos en el depto, preparándonos para el día siguiente, el del gran viaje oceánico. Comimos algo muy liviano y, sobre todo, nos abstuvimos de tomar la tan acostumbrada cervecita con la que nos gusta brindar cuando terminamos cada día de viaje. Nos fuimos a acostar temprano.
Esos sencillos recaudos iban a ser fundamentales para disfrutar a pleno nuestro segundo día de viaje, como ya van a ver.

LA TRAVESIA

A intermitentes sacudidas,
bruscas como el salto del tigre,
la vida surge del mar jadeante,
mostrando primero su oscura cresta”  
( Virginia Woolf. Las Olas )

La oscuridad del mar

Todos esperábamos este día. Nos despertamos a las cinco. ¿ Era demasiado temprano? Tal vez, pero la ansiedad que se siente ante lo nuevo nos hubiera impedido continuar en sueños. Tomamos un par de mates, tan solo un par, acompañados por una o dos galletitas de agua. Era todo lo que queríamos cargar en la bolsa interior. Una hora se voló en preparar el equipo fotográfico y la vestimenta. Salimos a la oscura noche y tomamos rumbo al puerto. Veíamos en el camino las luces de la ciudad a un lado y al otro un abismo negro, algo misterioso y tenebroso que nos llamaba a su encuentro. Detuvimos el auto en una estación de servicio. Nos encontramos con Evangelina y su esposo, amigos de Osvaldo, quienes también se dirigían hacia el puerto en esa noche.

El puerto

A las seis y cuarto llegamos a la banquina de los pescadores.  A lo lejos, bajo la amarilla luz de un farol, veía las siluetas de un grupo de quince personas. Eran los primeros compañeros de viaje, entre ellos había observadores y fotógrafos muy famosos. Al llegar saludé a Eduardo, un conocido mío y veterano fotógrafo.
Le eché una mirada al puerto que estaba en absoluto silencio. Las lanchas pesqueras descansaban en fila, como si dormitaran. Estos barquitos hermanados pasaban la noche fría sobre el mar empetrolado. Seguramente si estos bravos navíos soñaran proyectarían en su mente los sonidos de las olas golpeando en su casco, el alta mar verde inmenso todo a su alcance, soñarían con las ráfagas de viento y las olas del mar. 
Todos estábamos en silencio, tal vez alguna sonrisa entre nosotros para soportar mejor el intenso frío que se sentía. Nos sacudíamos dando pequeños saltitos como para dar calor al cuerpo. Ese silencio era roto solamente por el ladrido de un perro tratando de que un lobo marino se moviera de la banquina, porque seguramente era su territorio, a lo que el lobo le contestaba con sus acostumbradas miradas de indiferencia.

Claudio

El resto de los viajeros seguía llegando. Todo marchaba bien, nuestra única preocupación era saber si Martín podría subirse al barco. Se había anotado cuando el cupo ya estaba cubierto. Sabíamos que éramos un grupo de treinta y cinco personas, pero nos esperanzábamos con la posibilidad de que alguno pegara el faltazo a último momento, aunque eso lo sabríamos solamente al momento de subir, y el barco todavía no estaba en el muelle.
El cielo se comenzó a encender, fue como si la gran dama del mar pasara su mano por detrás de la tierra y encendiera la lámpara, para mostrarme ese manto color celeste tenue, salpicado con los rojos de fuego que habitan en su interior.



Todo indicaba que el día iba a ser fantástico. De a poco empecé a escuchar las risas, a ver los rostros de mis compañeros iluminados con el azul de la hora temprana. Comencé a sentir la ansiedad que quemaba mi cabeza y pensaba: “Solo faltaría que entre Martín y el cielo estará color brillante para nosotros”. No me imaginaba despidiéndolo en el muelle, verlo con la caña pescando en la escollera.
Llegó Claudio, saludó a cada uno de nosotros con mucha jovialidad y gritando nuestro nombre mientras nos estrechaba en un abrazo. Era el organizador de este viaje marino, realmente alguien que puso todo el empeño para que esto pudiera pasar.

La llegada del Fortuna

A las siete llegó el Fortuna, asomando su mástil con su bandera ajeada por entre los imponentes pesqueros. Es un yate bajo, con sillas ubicadas en la parte posterior, o sea en la parte de la popa. Es un barquito preparado para llevar a los que practican pesca, posee un lugar adaptado al frente de cada asiento para colocar la caña. 
Tiene una pequeña cabina donde está el timón, el instrumental de mando y algunos asientos. Nos decía Claudio que en caso de necesidad, por debajo de la cubierta hay lugar para todos, pero desde allí no se puede ver nada. Hay un pequeño baño en la cubierta, bien al alcance de todos, lo que iba a ser de importancia para muchos. 
Finalmente el grupo empezó a subir a la embarcación.



Martín se sube al barco

Sabíamos que era ahora o nunca, había que preguntar por Martín, quien esperaba inmóvil en las escaleras de la banquina mientras todos lo pasaban como poste para subir a bordo. La encargada de hablar era Adriana que se fue a parlamentar con Claudio quien venía cargando una caja de calamares congelados para subirlos a bordo. Veíamos sus labios conversando. Eran unos segundos que parecían una eternidad esperando el veredicto. Hasta que Adriana con un golpe de cabeza le grita a Martín  ¡ Adentro!
Parecía que nuestro amigo tenía resortes, porque de la inmovilidad total en la escalera del muelle pasó en un fulgor a estar cómodamente sentado en la cubierta.
Ya estaba todo completo. En el gran tablero las piezas estaban en su sitio: lo caído se levantó, lo desprendido se ajustó. Nos acomodamos los cuatro en un largo asiento y nos dispusimos a disfrutar ese sueño. Parece muy ampuloso decirlo así, pero era algo que todos queríamos vivir con muchas ganas. Los amigos estaban, el clima era ideal, sentados en el barco el mar nos urgía para sus adentros, nuestros cuerpos exultaban. Los habitantes del mar… eso era lo mejor, estaban más allá, y hacia ellos íbamos.

La partida

Se cargaron las últimas cajas de cebo: caballa y calamar, tal vez algo de sardina. Luego subieron las botellas de gaseosa y los sándwiches, un par de equipos más y ¡ zarpamos!
Atravesar por dentro el puerto de Mar del Plata es contemplar un atracadero de historias. Eramos los únicos que nos movíamos a esa hora. Dejando atrás las lanchitas pesqueras anaranjadas vimos colosales barcos de altura rojos y los más imponentes barcos factoría. Algunos de ellos estaban siendo reparados en grandes plataformas afuera del agua y eran realmente gigantes. La escollera sur vista desde la salida del puerto es larguísima. Pasamos por la colonia de lobos donde todos descansaban, en nuestra salida hacia el mar cruzamos un distraído biguá y luego un par de macás.





La dama del mar

Los colores del amanecer alumbraban por detrás del patrono de los pescadores que con sus brazos abiertos indicaba el extremo de la escollera.
Era la despedida del continente.
¡Esa figura iluminada de verde te dice a ti, habitante de tierra firme, que todo lo que conoces y te da confort llega hasta aquí, que si traspones esta línea todo te será desconocido, que estarás en las manos del mar, que te mecerá sin cesar, cuyos vientos te golpearán sin descanso. Te advierte para que lo pienses. Si quieres regresar es ahora el momento o si no… arrópate bien, ponte  tu capa y entrégate a la poderosa señora para que te proteja!  
En lejanas costas de otros continentes la llaman Iemanjá, es la madre del agua, la dama que domina los mares, amada y temida por los hombres del mar.



Vi el amanecer entregando sus últimos tonos acaramelados, la luna brillando cubierta por una finísima capa nubosa sobre las construcciones portuarias.  Alejé la vista y me fue permitido ver como un deseo de suerte los lejanos destellos del faro de Punta Mogotes.

El mar en la penumbra

Penetramos al mar abierto todavía en penumbras y de un golpe sentimos el viento intenso. Las olas eran continuas pero suaves, sin cresta espumosa en sus cimas.  Se veían como ondulaciones oscuras que venían desde el sur, se cruzaban con otras que venían desde norte o el este, se juntaban y se hacían más poderosas. El océano todavía oscuro parecía un paño que se plegaba en finas rugosidades, como hecho de una materia densa que se resquebrajaba formando innumerables pliegos. Todas duraban un ínfimo instante a la vista. El barco golpeaba contra las olas, ellas nos levantaban y pasaban, y luego otras nos volvían a levantar. ¡Qué sensación oceánica, cuanta inmensidad ! Siempre que la recuerdo la vuelvo a vivir y a disfrutar como esa vez. Mi alma se desprendió de su vida terrena, por unas horas me entregaba al mar.




El movimiento del barco

El barco se balanceaba de dos maneras: hacia arriba y hacia abajo y hacia un lateral y al otro. Permanentemente nos elevábamos al cielo o nos hundíamos en el infierno, oscilábamos hacia la izquierda o hacia la derecha. Con este constante bamboleo algunos integrantes del pasaje comenzaron a quedarse en silencio, se borraron las sonrisas que antes se dibujaban en sus caras, y algunos semblantes comenzaron a transmitir preocupación.

¡Aparecen las primeras pelágicas!

La bienvenida al dominio del mar nos lo dio un tempranero albatros ceja negra, apareciendo por estribor, que era el único lado que yo podía ver. Surgió como un enviado del mundo del más allá, el de las criaturas del mar, como un adelantado de la flota de aves pelágicas que habita el océano, porque detrás de él comenzaron a hacer su aparición, minutos después de dejar el puerto, decenas de aves de distintas especies.



Un instante despúes nos dió su buen augurio este petrel gigante común.


No habíamos hecho muchos minutos cuando Claudio gritó “¡un damero ¡”. Era un petrel damero, una de las aves más hermosas de ver, por la velocidad y ductilidad de su vuelo y por el diseño de su plumaje dorsal. Ya lo había visto en fotos y en la guía. Verlo surcando las olas era toda fantasía. Desaparecía tras ellas con su parte ventral hacia nosotros y al reaparecer era como si hubiera recogido la espuma del mar sobre sus espaldas, como cuando la blancura de la sal se esparce sobre el sepia de las rocas.
Vimos también que entre las olas se movían pingüinos patagónicos. Seguramente eran los primeros machos que viajaban desde las costas de Brasil hasta sus zonas de anidación en las costas patagónicas. En septiembre viajarán las hembras para encontrarse con su pareja.

Ritmo enloquecedor

Con el sol iluminando, la actividad en el mar comenzó a aumentar. Los albatros y los petreles nos rodeaban, venían desde muy lejos impulsándose en el viento, con su vuelo rasante apuntaban de frente hacia el barco y al estar cerca giraban y lo rodeaban por sus flancos hasta cruzar por detrás la estela que dejábamos. El ritmo de apariciones en un momento se tornó enloquecedor, me empezaba a doler el cuello porque no sabía para donde mirar: ahora un albatros al frente, ahora un damero se mantenía a cercana distancia por la popa, por allá un petrel gigante volaba a barlovento, el cielo se llenaba de lanzas oscuras y blancas que lo perforaban, la superficie del mar era atravesada por espectros que parecían surgir de sus lejanías. Esas flechas surcaban el aire a una furiosa velocidad, describían arcos en el cielo, descendían de las alturas hasta la superficie del mar. A través de las olas parecía verse el tridente del dios griego Poseidón, que cosquilleaba a los albatros en su vientre, impulsándolos con más fuerza hacia la barca de los hombres que los contemplaban.

La fría agua del mar en mi pie derecho

En ese momento comprendí que el mejor lugar para mirar a estas figuras era estar ubicado bien en la popa, mirando hacia atrás y no hacia el costado como yo estaba. Le manifesté eso a Osvaldo y él me decía que me quedara tranquilo, que el cebo lo arrojarían por el costado y por lo tanto las aves se acercarían por allí. Me resigné entonces a mi ubicación poco privilegiada y me conformé con ver las aves a través de las cabezas de mis compañeros de viaje, por fortuna en su vuelo atravesaban el costado y me regalaban su paso majestuoso. 
En mis contemplaciones estaba cuando sentí algo helado dentro de mi borceguí derecho, que no podía ser otra cosa que la fría agua del mar. Descubrí así que en la cubierta hay unas aberturas laterales para que el agua que cae en ella se escurra hacia el mar. Lo que no tuve en cuenta es que cuando el barquito se ladea mucho el agua de mar entra por allí desde abajo hacia arriba, y con bastante fuerza. Ubicar mi pie al lado de una abertura no fue la mejor decisión, por lo tanto tuve que aguantar viajar con el pie derecho empapado todo el santo viaje.

Curioso avistaje

Mientras tanto, Claudio nos explicaba sobre las especies que veíamos, la alimentación de las aves, la pesca de altura, la extracción del calamar y otras cosas de sumo interés. Algunos compañeros comentaban sentir mareos, pero él los tranquilizaba diciendo que cuando el barco se detuviera se sentirían mucho mejor. 
Ya casi habíamos perdido de vista las últimas señales del continente, apenas se divisaba en el horizonte la ciudad. Haciendo un esfuerzo con el ojo a través de los binoculares, se podía ver la línea más alta de los edificios marplatenses. Y luego de un rato nada más se vió, el continente había desaparecido de mi vista.
A esa distancia hubo un avistaje que nos sorprendió a todos y extrañamente de una especie bien conocida. Vimos que muy alto en el cielo una bandada de casi veinte individuos atravesaba en sentido sur-norte por sobre nuestras cabezas. Con los prismáticos enfocándolos no tuvimos dificultad en determinar que se trataba de un grupo de teros. Nos sorprendió mucho que pasaran volando a más de diez kilómetros de la costa.

Fondeo del Fortuna

Finalmente, luego de tres horas de marcha, el Fortuna detuvo sus motores. Serían las diez y el cielo se veía cubierto por una delgada capa de nubes relucientes, a lo lejos se veía que un gran manchón celeste venía hacia nosotros, pero todavía la luz era gris blanquecina y sobre la superficie del agua se reflejaba intensamente provocando innumerables destellos que encandilaban la vista.
Por momentos soplaban ráfagas intensas y por suerte breves.
Contrariamente a lo que decía Claudio, el barco al detenerse quedó completamente a merced del movimiento de las olas. Los ascensos, los descensos y los ladeos fueron mucho más pronunciados que antes.
A partir de ese momento empecé a notar que casi la mitad de mis compañeros de viaje comenzaron a sentir mareos y otros tipos de malestares. Había quienes apoyaban su cabeza sobre la baranda del yate y así quedaban por siempre, otros iban y venían por la cubierta, tratando de encontrar en vano algún lugar donde el movimiento fuera menos acentuado. Había una chica cuyo semblante había perdido totalmente el color. Era un rostro blanco bajo una capucha negra. Estuvo todo el viaje sentada en el mismo lugar, en la misma posición, ni una sola mirada daba al mar. No pude menos que sentir pena por ella, y lo peor era que no podía hacer nada para ayudarla. Había un hombre, cámara en mano, que se quedaba parado como una estatua al lado del baño. A cada rato entraba y salía del pequeño cuartito. Evidentemente hacía allí adentro lo que otros hacían doblando su cuerpo por la baranda,  se veía que quería mantener su estampa hasta el final.

Arrojando cebo…y algo más

Comenzó entonces el operativo de arrojar el cebo para atraer a las aves, las que ya hacía tiempo sobrevolaban esa manchita que ellos veían en el estanque universal. Los tripulantes comenzaron a arrojar con toda la fuerza de sus brazos trozos de caballa y calamar del tamaño de un puño. Por desgracia el viento que soplaba en intensas ráfagas impulsaba pequeños trocitos de pescado por el aire y terminaban cayendo en cubierta. Y como en cubierta estábamos nosotros, cada tanto nos  caían pedacitos húmedos y viscosos sobre nuestras cabezas, nuestras ropas, y  lo peor, nuestros equipos fotográficos. Muy pronto el lugar se impregnó de un fuertísimo olor a calamar y pescado. Entenderán que el movimiento constante y el fuerte tufo proveniente del cebo complicaba aún más los ya afectados estómagos de los pobres pasajeros que sufrían mal de mer. No abundaré en detalles poco agradables pero basta decir que muchos viajeros colaboraron con la alimentación de los proceláridos.

Ciudad de aves.

Con tanto cebo arrojado, de todo tipo y color, en un santiamén las aguas se transformaron en una ciudad de aves. El albatros ceja negra, el petrel gigante oscuro y el común, el barba blanca, el damero, la pardela oscura, todos se daban cita y se posaban en las aguas para no perderse el festín.




El arduo trabajo de tomar fotografías

Empezó para mí el trabajo más arduo, que era el de tomar fotografías de estos animalitos. El problema era el vaivén del barco. Teníamos a los bichos posados allí nomás y cada vez que los enfocábamos el movimiento los sacaba de la vista. En muchas de las seiscientas fotos que tomé se ve el ave por la mitad, o solo un ala, o a veces solamente quedó una linda imagen del mar. Complicaba más nuestro trabajo la cantidad de personas que estaban en la cubierta. Miraba hacia la popa y veía un amasijo de cuerpos, todos manipulando sus tremendos lentes. Yo me quedé cerca de la cabina donde al menos me podía asir de algo.
Ese era un problema mayor: poder aferrarse a algo ya que los sacudones eran tan grandes que de milagro no terminamos rodando por el piso, y lo que sería peor, cayendo por la borda.
La parte dolorosa de la experiencia fotográfica en el mar la vivieron nuestras rodillas. Ocurría que la altura de los asientos en la popa llegaba hasta esa parte de nuestras piernas. Ante cada sacudón y consiguiente ladeo del barco, nuestro cuerpo se desplazaba hacia los costados y antes de alcanzar con las manos algo a que sujetarse, lo que era complicado porque estábamos en plena toma de fotos, lo primero que golpeaba el filo de los asientos de madera eran nuestras rodillas.




Albatros ceja negra

Se producían enfrentamientos entre las aves para obtener el preciado manjar que se arrojaba desde la estructura blanca. La supremacía era del albatros ceja negra, quien además de ser más numeroso, era sin dudas el más combativo. Se abalanzaba sobre el alimento con el pecho hacia adelante y con solo abrir su formidable pico y mostrar el rosado de su interior espantaba a los demás. Hasta a mí me atemorizaba un poco ver la imagen de este albatros. En vuelo tiene una mirada soberbia y a la vez hay una sensación de paz en su mirada, hasta parece que sonríe. Pero en el agua, la línea de abertura de su pico, lo rasgado de su ceja y la potencia de su grito lo transforman en algo diabólico, vemos su imagen con un poco de espanto.






Pardela oscura

Muy raramente el albatros sumergía su cabeza en el agua, pero sí lo hacía constantemente otro de los colosos: la pardela oscura.
Y es que observé que al arrojarse el trozo de calamar éste quedaba unos segundos flotando en el agua salada, luego lentamente comenzaba a hundirse. Desde la cubierta yo veía como ese fragmento amarillento era nítido, se veían los tentáculos, sus ventosas, sus zonas rosadas. Lentamente ese pedazo de cuerpo mutilado parecía  desvanecerse camino a las profundidades. Entre los reflejos del sol y los tintes esmeraldas del agua marina ese trozo se comenzaba a difuminar hasta no ser visibles los detalles, perdiendo lentamente sus contornos hasta ser casi una babosa, un pedazo de cualquier otro ser, borroso, apenas distinguible. Era en ese momento cuando, antes de que desapareciera hacia las profundidades y fuera alimento de las criaturas de lo abisal, esta pelágica descendía y sumergiendo su cabeza extraía ese calamar a la superficie. Entonces sí volvíanse a ver los inconfundibles tentáculos y las ventosas, desapareciendo veloces en las fauces de la pardela.

Petrel Damero

Descansando un poco de mirar tanto hacia las aguas, elevé la vista y me puse a observar a los albatros y petreles en vuelo. Entre ellos estaba el más bonito, que es el petrel damero. En el agua es bastante modesto ya que su tamaño es menor que el de sus gigantes compañeros, pero en vuelo su dorsal nevado es un imán para la vista. Era muy fácil seguirlo entre los uniformes azul del mar y del cielo ese día. Su vuelo es casi siempre bajo y muy veloz, ya que es más liviano que los otros. Es como una cordillera itinerante en el mar. Su zona lechosa ventral cambia cuando gira sobre sí y nos muestra su espalda oscura con salpicaduras blancas dorsales como si llevara en el lomo los eternos hielos de los polos.






Gaviotines

Luego de ver al damero, veo que hacía un rato largo estábamos rodeados de gaviotines. Estaban presente el sudamericano y el golondrina. Aparecían un momento y fugazmente desaparecían. Eran los más confiados ya que se acercaban mucho a la cubierta. Tenían la habilidad de mantenerse suspendidos en el aire, como si fueran gigantescos colibríes de mar. Desde esa inmovilidad miraban con su poderosa visión el centelleo de las aguas. Si veían un resto, o si veían a un pececito descuidado, se arrojaban en picada y capturaban su presa. Aquí vemos dos fotos del sudamericano.





Eskúas

Un espectáculo aparte lo daban las eskúas. Vimos a dos especies: la común y la antártica. Estas aves tienen el vuelo más pesado que los albatros y los petreles y se especializan en seguir como pueden a las otras aves para ver si pueden robarle una captura. Como vemos, cada criatura cumple un rol en la naturaleza y en el océano no es diferente. Las eskúas son los ladrones de alta mar, esa conducta forma parte al fin de su lucha por la supervivencia.




Petrel gigante común y petrel gigante oscuro

Hablaremos un poco de estas dos especies muy parecidas entre sí. El nombre científico del petrel gigante común es Macronectes giganteus. En alguna literatura se lo nombra también como abanto marino antártico. Es un gran recorredor, ya que comprende todos los mares del hemisferio sur desde la antártida hasta el trópico de capricornio. Es el que se puede ver más habitualmente desde las costas. Es también la única pelágica que se alimenta en tierra. Aquí un par de números, que siempre nos acercan dimensión: la población mundial es de 100.000 individuos y el tamaño de su distribución abarca 95 millones de kilómetros, siempre bajo el ecuador. Es decir, su presencia da la vuelta al globo, y tal vez más de un individuo la haya efectuado varias veces.




El petrel gigante oscuro se llama Macronectes halli, y otros nombres comunes con el que se lo conoce es Petrel gigante subantártico. De adulto su apariencia es gris, oscureciéndose en zonas superiores y aclarándose en la garganta. 



Cuando son juveniles son muy parecidos, casi indistinguibles a no ser por la punta del pico; en el giganteuos es color verdoso y en el halli es rosado o rojizo.




Petrel barba blanca

Este petrel es más frecuente en invierno y es el más abundante en el mar argentino. Se calculó su población mundial en 7.000.000 de individuos. Cuando leí porqué se los llama petrel encontré que esa palabra deriva de Pedro, por el apóstol y su historia de caminata por el agua. Ocurre que estas aves al iniciar pesadamente su vuelo desde el mar parecen caminar sobre las olas. Es un gran seguidor de barcos para comer lo que se descarta. Se lo puede llegar a ver desde la costa





Albatros pico fino

Transcurría felizmente el tiempo en el piélago cuando desde el amasijo de cuerpos del fondo del bote, donde se asomaban brazos y teleobjetivos en frenético desorden, surgió la voz potente de un reconocido fotógrafo lanzando un grito en medio del sonar de obturadores “¡ Allá viene un pico fino ¡” Giré la cabeza y solo veía a lo lejos las flechas blancas y negras lanzadas como bumerangs hacia nosotros. Dejé de mirar pensando que era una broma para seguir fotografiando a las aves que tenía a pocos metros de mí. Al rato el grito uniforme de todos era “ ¡¡Albatros pico fino!!” y esa saeta pasó planeando ante nosotros. Lo más bello de ese animal es la forma afinada del pico negro con una línea amarilla que lo recorre a lo largo en su parte superior. Su aparición es más frecuente en verano, aunque puede aparecer en invierno como en esta oportunidad.
Realmente envidiable el ojo de este observador que lo distinguió desde tan lejos. Yo por distraído no pude fotografiarlo bien, mi consuelo son estas fotos cuando ya se alejaba del barco, porque esta especie no volvió a pasar en todo el resto del viaje.





Paiño común

El otro animalito que llamaba la atención de todos no lo hacía por su tamaño, sino por la perspicacia de su vuelo, muy parecido a una golondrina en las praderas. En Chile directamente se lo llama golondrina de mar. Se trata del paiño común.
En la literatura de otros países se lo denomina paiño de wilson, está presente en todos los océanos del mundo, y su población mundial se estima entre 12.000.000 a 35.000.000 millones de individuos ( Brooke-2004). Este Oceanites oceanicus se reproduce en la Antártida y fuera de su época de reproducción es estrictamente pelágica, es decir que no vuelve a pisar tierra, vive completamente en los océanos. Solamente en caso de fuertes tormentas puede buscar refugio en la tierra.
Lo veíamos pasar volando de un lado a otro y al ser tan pequeño era imposible fotografiarlo.
Hasta que se apiadó de los fotógrafos y en un momento se dedicó a hacer lo que más sabe, aletear sobre el agua con las patas apoyadas en ella utilizando sus membranas interdigitales. Parecía desde lejos estar parado sobre el agua. Se estaba alimentando del plancton marino. Por suerte pude tomarle algunas fotografías antes que abandonara esa posición.





Algunos quieren volver

Estábamos casi al mediodía. Por suerte el vaivén de la nave no me afectaba para nada. Pero haciendo un vistazo a mis compañeros veía en los semblantes el color pálido, los ojos entrecerrados, algunos inmóviles sentados en cubierta, otros apoyadas las cabezas en las barandas, vi a alguien tomado con ambas manos del palo mayor. Claudio nos dice que casi vimos todo y pregunta como al descuido si preferíamos ir a otro lado o volver. Una parte del pasaje se quedó en silencio. Eramos los que no sentíamos malestar y callábamos por solidaridad con los afectados, pero sin dudas queríamos seguir recorriendo todos los mares del planeta. El otro sector, el de los mareados, elevó al unísono la voz para decir que preferían volver.
Claudio entonces hizo algo inteligente. Asintió con la cabeza y le dio la instrucción al capitán para que pusiera en marcha los motores, pero a muy baja velocidad, como para seguir mirando. El avance hizo que la quilla cortara un poco las olas, por lo tanto el subibaja cesó bastante. Pero lo verdaderamente ingenioso fue que no volvimos sino que nos dirigimos hacia otro lugar.  
Como mar adentro no hay un punto de orientación, la gente que se sentía mal pensó que estábamos volviendo y eso actuó como sugestivo, de tal forma muchos se animaron y comenzaron a mirar nuevamente a la inmensidad y a las majestuosas aves.

Pesca de altura

Detuvimos nuevamente la embarcación para ver que más aparecía. Por el costado de la cubierta los integrantes de la tripulación habían tirado la caña y se dedicaban a hacer pesca de altura. No entiendo absolutamente nada de pesca, pero me llamó la atención la facilidad con la que obtenían piezas. En el ratito que los observé sacaron sin cesar una gran cantidad de besugos, algunos de los cuales servían como cebo para las glotonas aves que nuevamente cercaban el barco.

La luz brillante en el mar

En esos momentos el sol brillaba espléndido en lo alto. La proyección de la luz solar resaltaba la blancura de los albatros. Pude entender entonces lo atractivo y lo siniestro que puede ser el blanco en el mar, ya que es el color de la pureza pero también de la palidez mortal. Esa misma luz del cielo diáfano, produjo que el océano se pusiera más azul, el color celeste del cenit y el oscuro azul marino formaban una combinación perfecta. En ese marco el movimiento de los albatros y los petreles era continuo. Perdía mi vista en la lejanía y por detrás de las olas se veían, pequeñísimos, las siluetas de estos habitantes del océano. Ellos conocían los secretos del mar que los hombres de tierra no imaginamos, tal vez estén reservados solamente a los hombres de mar, con ellos comparten las aves estos días de sol y también las noches de tormenta.

Trazos del tiempo

Me sentía muy a gusto sentado en la cubierta, con ese sol agradable dándome de lleno en el rostro. En esos momentos ya comenzaba a formar parte de la inmensidad, el sube y baja de las olas era como estar sentado en una hamaca donde me deleitaba como un niño con cada impulso. Me acosté en un asiento en la proa del buque y disfruté ese contacto único con el mar azul, mirando a las aves que posadas en el agua se balanceaban. ¡ Que formidable compañía tenía el Fortuna!
Así acostado pensaba que las olas son trazos de tiempo. Cada una pasa ante nosotros como una pincelada, se lleva un segundo de nuestra existencia. El mar es como un reloj que funciona bien y por siempre.  En estas aguas profundas no hay costas, ni islotes, ni nada de que agarrarse como para interrumpir su paso, su movimiento perpetuo, la inexorable ley del tiempo. Así como veo pasar las olas, así siento que voy gastando mi tesoro, que ya he consumido más de la mitad de mi tiempo. Y veo también que las silenciosas ondas que se levantan en la lejanía son mi futuro, lo que todavía tengo para gastar, lo que todavía tengo para aprovechar.

Brazos con sándwiches

En medio de esas cavilaciones algo me despabiló. Claudio pasó los brazos a través de la ventanita de la cabina y me entregó dos sándwiches. Me sorprendió al principio pero enseguida entendí que era la comida para nosotros y los fui pasando al resto. Luego me pasó otro y otro. 
Como me imaginaba mientras los repartía, la visión de la comida produjo en quienes estaban con el estómago en la boca una mueca de repulsión. Casi no quisieron ni mirarlos. Bah, eso le sucedía a algunos. Otros los tomaron con avidez y hubo algunos hambrientos que se devoraron tres o cuatro. A esa altura del día yo tenía bastante hambre, pero elegí no comer por las dudas, ya que me sentía fantástico y no quería arriesgarme a sentir ningún malestar en mi estómago.

¡Delfines!

Luego de comer y tomar gaseosa, el motor del barco se encendió y puso proa hacia el puerto, Ahora si regresábamos. Luego de unos minutos escuché que el capitán grita que había delfines. Dirige la embarcación a toda marcha hacia ellos hasta darles alcance. Conté un grupo de tres, pero podían ser más. Un verdadero espectáculo es ver nadar a estos bellísimos mamíferos marinos. Al vernos se separaron y pasaron nadando bajo el barco y luego aparecieron por el costado. Si algo nos faltaba luego de haber visto a las mejores criaturas voladoras era ver a los mejores nadadores. Fue casi imposible seguirlos con la vista bajo el agua, aparecieron un instante en superficie, haciendo ese salto en semicírculo y volvieron a desaparecer, para asomarse al otro lado del yate. Por suerte Osvaldo pudo tomarles una foto y los identificamos como delfín común de pico corto.

El vuelo rasante de los albatros

Las últimas imágenes que recuerdo de esta travesía eran los vuelos rasantes de los albatros. Giraban en el aire poniéndose casi de espaldas y descendían a toda velocidad en contra del viento. Entonces parecía que se deslizaban sobre el agua, como si esa fuera una superficie de hielo y ellos patinaran con su vientre sobre ellas, con las alas abiertas, sin moverlas. Me gustaba cuando venían de frente hacia el barco, parecían flechas arrojadas por arqueros del más allá, como “ ígneos dardos con plumas que cruzaban sin rumbo fijo el tembloroso azul”, o como si fueran mensajeros que atravesaban leguas de mar para dejar un mensaje, para que sepamos de algún modo porqué estamos aquí, que es lo que le da sentido a esta vida, porqué nosotros en los continentes y ellos en el mar. Nos cuentan de su vida entre esas olas, de sus ciudades en el mar, de lo lejos que quedaron sus nidos. Nos cuentan por donde estuvieron hace tiempo, que alguna vez cruzaron el ecuador, que sobrevolaron islas desiertas, bancos de peces, que aunque nadie lo cree se hicieron amigos de una ballena que les presta su lomo para posarse, y ellos no la dañan. Nos dicen lo escarpados que son sus refugios, que hace muy poco cuidaron pichones, que un hermano suyo murió por culpa de los barcos pesqueros. Nos piden solo una cosa, que no les saquemos su alimento, que si tenemos algún mensaje para dar que se los demos que ellos lo van a llevar por todos los océanos, que las especies del mar mirarán a los albatros desde abajo, en el agua, cuando estos se posen y a su manera entenderán lo que queremos los humanos, esos seres tan desconocidos, tan inexplicables. Me despedí hasta un futuro de ese mar azul profundo con las flechas surcando el horizonte y dibujando invisibles arcos en el cielo.







Aqui les comparto un video con distintos momentos del viaje:




Espero que hayan disfrutado con estas sencillas historias, gracias nuevamente por leerlas, hasta nuestra próxima crónica peregrina.